Tienen diez años. Desde Infantil, los cuatro van a la misma clase. Desde Infantil juegan juntos cada tarde en el parque. Ahora llevan dos semanas jugando a las canicas. Han excavado un pequeño hoyo perfectamente redondo en la zona de tierra, el «colón», que es el centro del juego durante horas. Los cuatro conocen las reglas a la perfección, aunque es habitual que traten de forzarlas. Has cogido la canica antes de que se detuviera; te has adelantado casi un palmo; no le has dado, ha sido el aire lo que la ha movido. Las discusiones, sin embargo, siempre se saldan con un acuerdo en el que todos deben ceder, unas veces uno, otras veces otro. Un día, uno gana varias canicas a los otros tres, y al día siguiente la suerte le sonríe a otro. Saben que así es el juego.
Hoy se encuentran enfrascados en sus lances cuando ante ellos aparece otro chico, algo mayor, quizá doce años. Del bolsillo saca una canica que sujeta entre pulgar e índice mientras la eleva. Los cuatro amigos se quedan boquiabiertos. Es la canica más hermosa que jamás hayan visto: de un azul intenso, luminoso, con transparencias, que desprende reflejos iridiscentes cuando el sol la atraviesa. De pronto, el chico la lanza hacia arriba. Ellos la siguen con la vista hasta que cae al suelo. Un segundo después, al unísono, se lanzan sobre ella. Forcejeos, empujones, gritos de «mía, mía»; las canicas que guardan en los bolsillos caen y se dispersan; una mano que llega a la canica tan deseada, otra mano que la aparta, otra que la empuja, la canica que rueda hasta el fondo del colón. Los cuatro se abalanzan sobre el hoyo, sus cabezas quedan a milímetros una de otra. La canica presenta un azul terroso, pálido, casi opaco, sin brillo: en el fondo del colón no la atraviesa el sol. Se desentienden de ella, es como las demás. Vuelven la vista hacia el chico, pero ya no está. Miran en derredor; ha desaparecido. Entonces buscan sus canicas, las que pierden y ganan, las de siempre, las suyas. Pero también han desaparecido.