Sofía sabía que ese día iba a ser muy importante para su vecina.
«No quiero estar sola cuando llegue», le dijo Tomasa.
«Vendré corriendo después de la escuela, no te dejaré sola».
«¿Me puedes decir quién es?» le preguntó por enésima vez.
«Ya te enterarás ese día.»
Sofía tiene quince años. Vive al lado del colegio donde asiste desde que tenía siete años.
La vieja se instaló en un rincón escondido, junto al colegio, cuando Sofía cumplió ocho. Los chicos y chicas del colegio se dieron cuenta rápidamente de que era una bruja.
«¿Para quién estará cocinando? ¿O a quién estará cocinando?» se preguntaban mientras la espiaban cuando ella salía de su cueva para ir a buscar leña.
La bruja se vestía con viejos harapos. Una manta negra, que recogía toda la basura del suelo mientras caminaba, la cubría siempre. Un sombrero también negro y agujereado no dejaba revelar su rostro; solo se podía ver la nariz inmensa que sobresalía. Su forma de vestir la delataba. Sin embargo, lo que realmente convenció a todos de que Tomasa era una bruja, fue aquella vez que uno de los alumnos le arrojó una piedra a la cabeza. Por primera vez los miró detenidamente. Fue tal el susto de los chicos al ver correr la sangre por un ojo que no tenía, que se escaparon como si hubiesen visto al mismísimo diablo. Desde ese día, la bruja, cada vez que veía algún niño rondando su cueva, empezaba a bailar e invocar canciones maléficas, moviendo su cuerpo como si hablara con los muertos. Algunas veces ponía en su marmita cuervos, ranas y polvos extraños que hacían emanar un humo nauseabundo del menjunje.
Con diez años, Sofía le seguía teniendo un poco de miedo a la bruja. Nunca se atrevió a molestarla como los otros. Solo le gustaba espiarla. Sin embargo, empezó a caerle bien el día que la bruja le lanzó a Lucas una rana muerta en la cara. Él y sus amigos no paraban de arrojar globos de agua al techo de calamina que cubría la cueva. Ese día la bruja salió gritando «Supay wachasgan», apuntó a la cara del chico y le lanzó una rana muerta directamente a la cara. Todos salieron despavoridos mientras la vieja se mataba de la risa. Cuando Sofía llegó a su casa lo primero que hizo fue contarle a su mamá todo lo ocurrido y también le confesó que se alegraría mucho si Lucas se convirtiese en un chulupi, así dejaría también de molestarla a ella.
Después de ese incidente, la escuela cercó con alambres de púas y unas calaminas el rincón donde vivía la bruja. Durante un par de años más los chicos seguían lanzándole piedras, pero la bruja ya casi no salía de su cueva. Sofía se alegró al darse cuenta de que poco a poco los chicos se iban olvidando de la vieja. Ella no lo hacía. Ella pensaba en la bruja todos los días.
A los trece años la bruja solía aparecérsele a menudo en sus pesadillas. Un día no pudo más con su curiosidad y decidió ir a averiguar si la bruja seguía ahí o si ya se había muerto.
Dio muchas vueltas por la escuela antes de descubrir la entrada hacia la cueva. Estaba aterrada, pero su curiosidad era más grande. Entró dando pasitos cortos y temblorosos por un pasaje oscuro. Se asustó al ver la cantidad de telarañas que cubrían los muros de adobe. Llegó hasta una vieja puerta desgastada a la cual le salía una cortina negra por debajo. Sofía sentía que su corazón iba a salir volando de su pecho. Se armó de valor y decidió tocar la puerta. No hubo respuesta. La empujó suavemente y vio a la bruja sentada en una cama con un montón de frazadas encima. Se acercó un poco más y vio que la vieja sostenía un conejo muerto en sus manos. Quiso salir corriendo, pero la bruja con voz muy suave, le dijo: «Jamuy Kayman, Sofía.» La chica no podía creer que supiera su nombre. Se acercó. La luz del candelabro cerca de su cama reveló que el conejo no era uno, sino más bien un ovillo de lana y que la bruja estaba tejiendo. «¿Cómo sabes mi nombre?» le preguntó. «Te he observado desde que me mudé aquí. Eras la única que no me arrojaba piedras. Supe tu nombre el día que ese zoquete de Lucas te hizo tropezar y te gritó que eras más fea que la bruja de al lado.» Sofía cambió de cara. Su miedo se fue diluyendo al recordar a Lucas llorando con la rana encima de su cara. «¿De verdad eres una bruja?» le preguntó. «Claro que sí.» Sofía la miró detenidamente. Notó los inmensos lunares que cubrían gran parte de su rostro. Se detuvo en su nariz aguileña, larga, muy larga, su mentón pronunciado, un ojo tuerto y el otro con cataratas. «¿Eres ciega?» «No. Puedo ver con un ojo.» «¿Qué le pasó a tu otro ojo?» «Me lo sacaron.» «¿Quién? ¿Por qué?» «No quiero hablar de eso.» «¿De verdad sabes hacer pociones que transforman a la gente en animales horrorosos?» «Sí. Sobre todo van destinadas a los hombres malvados.» Sofía sonrió. «Yo también lo haría», le dijo. La bruja también sonrió.
Desde ese momento, Sofía la llenaba de preguntas todos los días después de la escuela. Su rutina era dejar su maleta, darle un beso a su mamá y agarrar las empanadas bien calientes e irse directo a contarle su día a Tomasa. Así transcurrieron dos años, entre confesiones, risas y la creación de nuevas pócimas para convertir a hombres malos en bichos horribles a quienes se podría pisar fácilmente. Con el pasar del tiempo, Sofía se dio cuenta de que la bruja ya no se acordaba de muchas cosas que le había contado el día anterior.
— ¿Cómo puede ser que no te acuerdes?
— Por supuesto que me acuerdo, solo que no te quiero decir.
— No te olvides que mañana quiero que me acompañes cuando venga él — le dijo.
— No me voy a olvidar. Te lo prometí, aunque me enoja un montón que no me digas quién va a venir a visitarte.
— Ya te enterarás mañana.
Al día siguiente Sofía salió como una bala de la escuela. Estaba tarde. El hombre había llegado más temprano. Lo vio salir de la cueva de Tomasa. Detrás de él salió una señora desconocida. Ella y el hombre se despidieron. La señora se le acercó y le preguntó si podía hablarle antes de que entrara a saludar a Tomasa. Le dijo que era una vieja amiga de la bruja.
— ¿Quién era ese hombre? ¿Por qué estaba llorando?
— Es su hijo. Hace 50 años que no se veían.
— ¿Cómo es posible? ¡Ella nunca me dijo que tenía un hijo!
— Tomasa se escapó de la casa el día que su marido, por celos, le sacó un ojo con un cuchillo. Ella volvió por su hijo, pero su marido le dijo que si quería llevárselo, los mataría a ambos. Ese día, Tomasa, se dio cuenta de que debía olvidarse de su niño.
Sofía estaba horrorizada, no podía creer lo que oía.
— ¿Por qué no se reencontraron antes?
— Él pensó que su mamá estaba muerta, es lo que le dijo su padre — le confesó la mujer.
— ¿Y ese maldito hombre, qué fue de él?
— Está muerto desde hace muchos años.
— Sofía, Tomasa se está muriendo. No se acuerda ya de casi nada. Me pidió ver a su hijo una última vez, antes de que se olvide completamente de él.
— ¡Mentira! ¡No se está muriendo! ¡Solo se olvida de algunas cosas!
Sofía se puso a llorar desconsoladamente. Intentaba asimilar todo lo que había escuchado. La señora la abrazó durante un rato. La chica estaba lista para hablar con Tomasa.
— Hola bruja.
— Hola imilla kallincha.
— Entonces tienes un hijo.
— Sí, se llama Héctor.
— ¿Por qué nunca me lo contaste?
— Las brujas nunca revelamos todos nuestros secretos. Ya te lo dije.
— ¿Cómo pudiste perdonar a tu marido?
— Nunca lo perdoné. Lo convertí en polvo. ¿No sabías que a veces las brujas somos más poderosas que los demonios?
— Me alegra. ¿Y tu hijo? ¿Por qué no lo recuperaste antes?
— Estaba convencido de que yo me había muerto. Una buena familia lo adoptó sin que yo lo supiera. Yo lo acompañaba de lejos. Es un buen hombre. Tiene 5 hijos. Es muy atento con ellos y con su mujer.
— Lo siento por no haber llegado antes.
— Fue mejor así. Tuve un momento a solas con él. Pude tocarle el rostro. Me di cuenta de que tiene la misma nariz gigantesca que yo. Sofía se rio.
— ¿De qué hablaron?
— No me acordaba de muchas de las preguntas que quería hacerle. Así que le pregunté si le seguía gustando la sopa de maní y las melcochas, los paseos en bicicleta, bailar bajo la lluvia y sobre todo si alguna vez pensaba en mí.
— ¿Y qué te dijo?
— Me dijo que sí. Que me recordaba todos los días desde mi muerte.