Hoy le presto mi pluma a Alba Díaz. Periodista. Si la buscas, siempre la encontrarás entre libros, por eso este relato no podía llevar otra firma. Dice que venía para hobbit pero que aterrizó aquí por accidente. Es adicta al café y a los Beatles. Lleva el feminismo por bandera. Sin más, os dejo con ella.
Todos los sábados, Ana iba a la biblioteca. Era una tradición que había comenzado con su abuela, cuando tenía seis años. Un día, después del disgusto de saber que no iban a ir al parque porque estaba lloviendo, la señora María había cogido a su nieta del brazo y le había dicho con voz dulce: “Voy a llevarte a un lugar mucho mejor que mil parques juntos en un día eterno de sol”. Ana no lo había entendido. Su abuela no le había soltado la mano mientras la guiaba por las enormes estanterías repletas de más libros de los que Ana había visto en su vida. Había tantos tamaños, colores y tipos que no sabía muy bien a dónde dirigir sus ojos, por lo que giraba la cabeza de un lado a otro. Iban en silencio. Ana no sabía por qué, pero se sentía lo correcto.
Entonces su abuela se había parado, como si supiera desde el principio dónde tenía que ir (como si lo llevara planeando desde que posó por primera vez su mirada azul y limpia en ella, cuando era un bebé recién nacido en brazos de su madre). Sacó un libro fino, mucho más que el resto y se lo tendió con una sonrisa. Ana lo agarró entre sus manitas pequeñas. Su abuela la guió hasta el mostrador, con esa gentileza que solo tienen las abuelas, y se lo llevaron a casa, donde lo leyeron juntas.
Desde entonces, Ana solo había faltado una vez a su cita semanal.
A veces ni siquiera cogía un libro. Simplemente se sentaba allí, y hacía los deberes. O dibujaba. O leía algo que ella misma había llevado. A veces se quedaba toda la mañana. A veces media hora. A veces la hacía sentirse mejor y a veces no marcaba ninguna diferencia. Había ido allí con el corazón pletórico y hecho pedazos, con las ilusiones desbordándose y faltando, sintiéndose abrumada en la soledad o plena en sus momentos únicos y propios. Si lo pensaba, casi todo lo que sabía de la vida, lo había aprendido allí, entre esas paredes y las estanterías que iban del suelo al techo. El silencio y el rasgueo de los bolígrafos la ayudaban a pensar. Ver el polvo meciéndose entre los rayos de sol la relajaba. Sentarse cerca de la señora Fátima, la anciana bibliotecaria, y leerle entre susurros algunas de esas frases, de esos párrafos que cambian vidas, era parte de su manera de disfrutar de los libros y su inmensidad.
Acudía ahora cuando echaba de menos a su abuela. Y mientras todos vestían de negro y lloraban ante un trozo de tierra y una piedra, ella se encogía e intentaba ver las letras entre las lágrimas que caían.
Alba Díaz (@AlbaMetafora)