El abuelo aprovechaba la menor ocasión para contar a cualquiera la historia de su libro. No era una obra suya ni de algún autor especialmente célebre, ni siquiera un ejemplar único o extraordinario, pero todos en casa, y muchos fuera de ella, sabíamos que había salvado la vida aferrándose a él cuando naufragó. Y no se quedaban ahí sus peripecias juntos: con él había conseguido enamorar a la que fue su esposa el día que se le cayó bajo su falda, fue talismán en aquella final de La Copa de Europa del Real Madrid al impactar en la cabeza del árbitro, limitando su percepción, y objeto de interés de importantes personalidades con las que tuvo la suerte de toparse, entre otras no menos peculiares experiencias. No había en él más valor que el que el anciano le daba, aunque bien se podría decir que estaban tallados del mismo tronco, ambos encorvados, llenos de arrugas y con la firma de la pluma tenue de los años a cuestas. El abuelo era ese sonido que, a base de vivirlo, solo comprendes que estaba a tu lado cuando se ha ido.
Lo enterramos entre sus páginas, evidentemente.