Nos sorprendió en fin de semana. Sus correazos ardientes nos hostigaron a la salida de la hamburguesería o los multicines, y en cuestión de segundos tamizó de naranja el sol de abril. Su aliento empastó los rostros con una capa de arena, arañó las pantallas de los móviles, aventó las bolsas repletas de caprichos de sábado. Pronto hubimos de taparnos boca y nariz con lo que cada cual pudo: un fular, un pañuelo de papel, los bajos de una falda de vuelo que remedaban a una Marilyn acuchillada en sepia. Apretando los párpados avanzamos a trompicones hacia la heladería o el centro comercial. Y como un batallón de guerreros ciegos, nos despeñamos obstinados destino abajo.
El viento cesó de golpe, tal como había empezado. Cuando abrimos los ojos, aún nos rodeaba un laberinto de dunas. Exhaustos, con grietas en los labios y jirones sobre las pieles quemadas, vimos por fin la suave línea azul en el horizonte. Un crepitar de gargantas salmodió una sola palabra, «Mediterráneo». Las lágrimas cuartearon el polvo en mis mejillas y me oí bendecir a un dios ajeno en un idioma que hasta entonces desconocía.