Aquí estoy, preparada para recomponer una ilusión de hace ahora cinco años, rota en dos mitades. La contemplo durante un largo instante mientras me envuelve un vapor liviano de nostalgia. Pero más porque esa ilusión nació de mí, porque yo le di forma y color. No era la mayor de las que viví en aquellos días, aunque sí fue uno de esos detalles informales que ayudan a que las risas se prolonguen y la satisfacción se cuele hasta cada célula. Como lo fueron aquellas largas pestañas en los faros del coche, aquellos labios abultados y rojos en el frontal, sobre la matrícula, o aquel velo blanco sujeto con bridas a la baca, que volaba al viento camino a la dicha anhelada e impredecible.
Me apresto a unir de nuevo los dos trozos, aunque no para mí, aquello es agua pasada. No me arrepiento de nada, pues de nada sirve arrepentirse de lo ya vivido. En aquellos días fue bonito, la felicidad me ungía, estaba convencida de lo que hacía y deseosa de hacerlo; el horizonte que imaginaba ante mí era luminoso, de amaneceres compartidos y proyectos comunes. Que se partiera en dos no es culpa de nadie, son cosas de la vida. El mundo imaginado que cada cual nos creamos siempre acaba estallando; a veces el real presenta pocas variaciones y apenas te das cuenta, otras, en cambio, descubres que nada era lo que parecía, o al menos no lo importante.
Claveteo las dos mitades para convertirlas en ilusión de una amiga que vive hoy las suyas. Se la regalo, yo no la necesito. Ha quedado bien, ella lo verá espléndido. Yo, en cambio, tras unir las dos mitades, distingo en el artesanal photocall las cicatrices del que fue mi mundo imaginado.