Llueve una lluvia silenciosa pero persistente, callada pero contumaz. Llueve sin tregua, quedamente.
Por las habitaciones del caserón de Elías y Águeda han quedado olvidadas docenas de palanganas rebosantes de agua; un agua al principio limpia y clara, que poco a poco ha comenzado a derramarse por los bordes creando en las alfombras y el parqué canales y ríos, estanques y mares, y así hasta formar un océano cada vez más profundo que inunda todo el piso. Un agua que, sin que nadie pusiera remedio, se ha ido tiñendo de negro, de óxido, de cal, como si los techos y vigas y tabiques y suelos de este lugar se hubieran aliado para llamar la atención, «¡…ehhh, que necesitamos revoco, que alguien sustituya las tejas rotas, hay que tapar estas grietas…!».
Pero ni Elías ni Águeda advierten la urgencia de esas voces y así continúan, con la monotonía de un matrimonio anegado de goteras y silencios, de charcos e indiferencias, de apatía y humedad. Con la monotonía de una lluvia dócil, perenne, una lluvia tediosamente familiar.