Los oye a diario cuando baña al bebé. Unos borboteos guturales que se distinguen con claridad entre los llantos. Pronto se da cuenta de que proceden del agua. A fuerza de escucharlos, descubre que en realidad son sonidos articulados. El niño berrea mientras ella llena el fregadero, lavabos, cubos y barreños. Día tras día identifica patrones, delimita pausas, aísla segmentos. Sin dejar que las rabietas del bebé la distraigan, describe estructuras metódicamente.
Hoy termina la gramática de este idioma que se regurgita a sí mismo desde cada superficie estancada. Por fin entiende sus mensajes. Y desde el silencio absoluto que atruena la casa salta al agua que ―ahora lo sabe― la llama con insistencia desde la piscina de la urbanización ocho pisos más abajo.
Buah, brutal, chica, brutal.