Me desperté con el sonido de mi acelerada respiración, parecía que otra persona estuviera a mi lado, como si no me pertenecieran a mí esos jadeos; el corazón me iba a cien por hora. Una densa oscuridad lo envolvía todo, no alcanzaba a ver dónde me encontraba. Intenté incorporarme, cambiar de postura. No me moví un ápice. Tenía el cuerpo entumecido y mis manos estaban atadas a mi espalda. Me pesaba la cabeza, sentía una gran presión en las sienes. El suelo estaba húmedo porque me había orinado encima. Mi vestido nuevo, que había comprado para la cena, había quedado reducido a un harapo sucio, lleno de tierra, sangre y miedo. No recordaba nada, no sabía dónde estaba, ni cuánto tiempo llevaba allí. Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra, intenté analizar el lugar, buscar una vía de contacto con el exterior. Me percaté de que al fondo, había una minúscula ventana. Era de noche, pero ¿seguía siendo la misma noche? De repente, una escena irrumpió en mi mente: alguien me había parado en la calle de vuelta a casa, para preguntarme algo; después, un fuerte golpe en el mentón y oscuridad.
Pasé las siguientes horas tratando de liberarme, de ponerme de pie; grité, grité muchísimo. Todos los esfuerzos fueron inútiles y solo sirvieron para acabar con mi ya de por sí escasa energía. Me había quedado dormida cuando un estruendo me despertó. Había amanecido. Oí como si un portón se abriese detrás de mí y un torrente de luz lo iluminó todo. Entonces pude ver que estaba en un garaje, completamente vacío. Entró una mujer con el rostro tapado, vestida de negro. Solo podían verse sus ojos verdes, enormes. Se acercó a mí, se arrodilló y con una palangana llena de agua y una esponja, comenzó a limpiarme las heridas y a asearme. Yo permanecía inmóvil. Quería chillar, preguntarle a aquella mujer quién era y por qué me hacía eso. Pero no pude, tan solo la observaba mientras me lavaba con un cuidado casi maternal. Cuando terminó, antes de levantarse, se quedó mirándome fijamente con los ojos brillantes, llenos de lágrimas, y me dijo en un susurro, arrastrando cada sílaba: «lo siento». Entonces supe que, aunque ella tuviera sus dos manos libres, estaba tan atada y atrapada como yo.
Cuando oí que el portón volvía a cerrarse, entonces sí, grité hasta que sentí como si mis cuerdas vocales fueran a desgarrarse.
[…] «Cuando oí que el portón volvía a cerrarse, entonces sí, grité hasta que sentí como si mis cuerdas vocales fueran a desgarrarse».Puedes continuar leyendo en Amanece Metrópolis. […]
[…] (Si te has perdido la primera parte, puedes leerla aquí.) […]