Hace un par de semanas vimos el Estado de Malestar (María Ruido, 2018-2019) en un centro social autogestionado en lo que llaman la España vaciada y, desde entonces, paladeo una pesada indigestión de palabras sin pronunciar y vengo decidida a desmenuzar frases del ensayo visual que se me atragantan:
“Sólo mi existencia es pura resistencia”
Escucho, retengo e inspecciono bajo el microscopio de lo colectivo la frase, desde el espacio en el cual estoy sentada en ese momento. El centro social que nos acoge lleva existiendo (y resistiendo) más de 7 años, siendo punto de encuentro, lugar de politización de la existencia y sostén comunitario vital para muchas de las que nos acercamos quejándonos del frío de la no-vida. Sin embargo, ahora fijo la mirada en las ausencias que nos rodean… ¿qué es lo que nos está ocurriendo?, ¿dónde estamos? Alguien o algo ha ido susurrándonos al oído y nosotras, cual trenza mal entretejida, nos hemos ido deshilachando y alejando del abrazo comunal.
Transcurren las semanas y las asambleas abiertas en las que proponíamos y organizábamos actividades sociales, de ocio y culturales con mirada crítica y combativa se han convertido en tierra baldía. Intento convencerme de que es tierra en barbecho, que este estado es pasajero, que volverá la ansiada comunalidad que estos espacios han sabido crear. Pero me agota. Ya no me contento con los bálsamos de la esperanza de un futuro mejor, con el escuchar que son tiempos complicados para los espacios sociales o que el individualismo capitalista lo ha viralizado todo. Ya no.
Retomo otra frase del ensayo:
“Una voz interior que te dice «yo no puedo más» y esto es lo que no se puede llegar a imaginar, porque este yo no puedo más lo destruye todo”
Ese «yo no puedo más” actúa como catalizador que hace saltar por los aires la continuidad de los espacios comunitarios donde gestionamos nuestra vida pero, también, ese “yo no puedo más” es el origen de esta necesidad por construirlos,
espacios donde tomar decisiones acerca del tipo de cultura, de ocio y de sociedad que necesitamos,
espacios donde nos analizamos como un ser colectivo,
espacios donde escuchar acerca de otros mundos (desde la revolución del pueblo kurdo hasta los zapatistas, pasando por las tradiciones de nuestras ancestras),
espacios donde reapropiarnos de nuestras prioridades vitales y renunciar a ser meros espectadores y consumidores de no-vida,
espacios de creación de vidas dignas.
Pero, ¿qué queda cuando el espacio se vacía de gente? ¿qué queda cuando nuestro instinto de supervivencia colectiva está exhausto? No busco un simple análisis de las causas y de las motivaciones individuales (ya las hemos escuchado hasta la saciedad), vengo a buscar esa chispa incendiaria que siga construyendo a pesar de la fatiga social.
Una noche, hurgando en el Estado de Malestar, descubro los textos de Santiago López Petit donde diferencia entre el centro de dolor y la fuerza de dolor. Mientras que la primera alude al recogimiento que nos encierra, a la contracción, la fuerza de dolor es expansión, va más allá de la desesperación, es la lucha interna al querer vivir. Impulsiva cual soy lo aplico sin mucha dilación al análisis de los espacios autogestionados y del centro social que me atraviesa:
podemos permanecer en ese centro de dolor que nos paraliza,
impotentes, repitiéndonos frases para tolerar lo intolerable:
normalizar el alejamiento de la vida comunitaria y dar paso a la muerte de un espacio seguro y libre, donde crear redes comunitarias al margen de los dinámicas capitalistas y patriarcales.
O,
por el contrario,
podemos reconocernos como seres que nos negamos a navegar en esta realidad impuesta,
convertir nuestro querer Vivir en un desafío a este sistema individualista asfixiante que no nos deja ni tiempo para pensar en colectividad.
Porque no quiero volver a la no-vida soltando los brazos que construyen oasis entre tanto hastío y fatiga social.
Porque ansiamos ser dueñas de nuestra propia vida, rompiendo con la precariedad existencial que provoca la imposibilidad de expresar una resistencia común y liberadora frente a la realidad (gracias Santiago por tanto pellizco),
del no implicarnos colectiva y organizadamente en las decisiones del terruño que nos rodea.
Porque no queremos vernos, paralizadas, en el centro del dolor.
Transitemos ese cansancio y aletargamiento colectivo y gritemos hasta agrietar las paredes enfermizas de esa no-vida.
Gritemos hasta caminar la noche más oscura y volver a abrazarnos en espacios de encuentro, de lucha, de abrigo… En espacios de vida.
Reescribamos juntas y entrelazadas nuestra propia historia:
“Nuestra existencia colectiva es pura resistencia”