Tal vez debería empezar por una confesión: durante un tiempo, evité a toda costa ver Interiores (Woody Allen, 1978). No porque pensara que no fuese a estar a la altura del cine de Allen que había visto ya, sino porque me interesaban más las películas con él de protagonista. Después de Annie Hall y Manhattan, era evidente que había llegado a apreciar la energía maníaca y neurótica que aporta a su interpretación. Encontraba en sus personajes una cualidad vívida, cuando Allen ponía a hablar, con su propia voz y gestualidad, a lo que me parecía el lenguaje cotidiano de América. Confieso que me negaba a ver Interiores; me resistía, pues era su primera película enteramente seria, y además no había sido muy bien recibida por la crítica cuando se estrenó, lo que en el caso de Allen era, por otra parte, habitual. Escuchaba hablar sobre la influencia de Bergman y me preocupaba semejante afirmación, ahora sé que simplista y condescendiente. Lo cierto es que vi Interiores, hace ya muchos años, en un ciclo que organizaba la Filmoteca de Zaragoza, y descubrí que la historia, su historia, era tal vez también la de muchas familias. La belleza de esta película estribaba, sobre todo, en la escritura, los diálogos y los personajes. Allen me había desorientado. No había en mí sonrisas, ni mucho menos burlones e irreverentes carcajeos. Era el primer regalo de Allen, así lo sentí entonces, a su público más iconoclasta, quizá también el más crítico, y el primer desaire a quienes más atados se hallaban a las (míticas) máscaras allenianas del humor.
Pero vayamos algo más lejos: la película trata de Eve (Geraldine Page), de esta Eva que, como dicen las Sagradas Escrituras, es madre de todos los vivientes. Diseñadora de interiores –no por nada, gran parte de la película transcurre en espacios que ella ha diseñado-, acaba de ser abandonada por su marido (E.G. Marshall), que se ha enamorado de Pearl (Maureen Stapleton). A su alrededor están sus tres hijas (Diane Keaton, Mary Beth Hurt y Kristin Griffith), a las que nunca ha sabido querer. Tres mujeres jóvenes, hermanas que intentan encontrar su lugar (en la cultura, todas ellas: la comedia para una, la poesía para la segunda, la fotografía para la tercera) y tomar las riendas de sus propias vidas, mientras su madre está sumida en la depresión desde que su marido la abandonó. La narrativa de Interiores se articulará, pues, en un relato a varias voces: el círculo familiar, de hecho, no se limita a las figuras de las hermanas y la madre, sino que extiende su mirada también al padre y a los maridos de las hijas (magníficos Sam Waterston y Richard Jordan). Los flujos de conciencia y los espacios temporales se entrelazan con los distintos puntos de vista, introspecciones y neurosis de los miembros de la familia. El tema es bergmaniano, pero hay algo de la futura Cate Blanchett de Blue Jasmine en el personaje de Eve: la misma incapacidad patética y desgarradora para afrontar la soledad y la separación. Enseguida atisbamos que será la rápida descomposición de esta familia disfuncional lo que Allen va a retratar con austeridad y sin el menor atisbo de humor, no tanto una trama al uso sino el difícil –y no para todos los gustos- retrato de una familia en crisis, un choque de trenes a cámara lenta y sin adornos. Interiores es oscura, en todos los sentidos. Fotografiada por Gordon Willis, su gelidez en blanco y beige contrasta sólo con el color rojísimo de los vestidos de la nueva prometida del padre, como si, a su manera, el vestuario fuese su manera de insuflar nueva vida a estos burgueses neuróticos, desprovistos de toda espontaneidad o alegría de vivir. La paleta de Willis oculta los colores de la película. Pero el rojo que lleva Pearl es la excepción (el vestido de la cena, la bata) que en la escena final de la tragedia viene a cargarse de símbolos (ἔρως y Θάνατος).
No me extraña que me negase a verla, pues no es difícil descartarla en su conjunto, si uno espera otra cosa, de tan homogéneo y compacto, de tan poco apologético y perfecto como resulta. Porque el gran problema, la gran tragedia, es que el enfoque obsesivo y perfeccionista de Eve y sus interiores acaban dejando de lado lo más importante, que es la existencia de un espacio diseñado únicamente para poder respirar, mientras que el duelo por la pérdida de la infancia hace saltar los goznes familiares. La imagen de la casa y la de la madre son simbióticas: no hay una sin la otra. La figura de la madre representa el hogar. A pesar de la larga serie de entradas y salidas de la clínica para tratar su depresión, la mujer manifiesta desde el principio su deseo de recuperar su lugar, su papel de madre, esposa y diseñadora. Aunque la protagonista intenta reordenar su propia vida y la de sus seres queridos, algo escapa a la necesidad de poner cada cosa en su sitio. La Eve de ahora es una figura escindida e inestable, vista como una intrusa tanto por sus hijas como por su marido. Cuando este último anuncia su elección de una separación temporal, comienza el lento desmoronamiento de la casa, el fracaso de mantener unido un mundo que ya no existe. Retratada dentro de las habitaciones vacías y enrarecidas, inmersa en un silencio aparente, la figura de Eve es un cuadro de soledad. El estilo pictórico de la organización del espacio hace que la mujer se parezca a una protagonista de los cuadros de Hammershøi. El matrimonio del padre con su nueva pareja parece el entierro de los últimos vestigios de la infancia y de su inocencia. La casa sobre el océano es el lugar donde se articula la afasia de los sentimientos, el espacio de la familia que, establecido como marco de la película, regresa también en los puntos de inflexión narrativos. En el interior de la casa, todo se crea y se deshace: esta dimensión repetitiva de los acontecimientos subraya la progresión en espiral que constituye el texto fílmico. La puesta en escena, de hecho, presenta recurrencias pero con variaciones: pasamos del espacio del reencuentro, como en la fiesta de la madre (en la que también vemos por primera vez a la otra hermana, Flyn, actriz de televisión) a la imposibilidad de reconstruir juntos (el regreso del padre y la presentación de su nueva compañera) hasta el derrumbe final (el nuevo matrimonio del padre). Es interesante detenerse en la figura de Pearl, la nueva esposa, opuesta a la de la madre y las hijas: una mujer concreta y realista que es juzgada como una persona corriente por la mirada inquisitiva del resto del grupo, compuesto en su mayoría por artistas e intelectuales en impasse existencial. Con una imagen casi caricaturesca, además, pues ella, con sus vestidos carmesíes, insufla literalmente vida a una de las hijas, mientras la madre desaparece, al fallecer por ahogamiento. Luego volveremos sobre esto.
En cualquier caso, la sobriedad y la pureza de esta película son notables en todos los sentidos, y están a la altura del carácter obsesivo de su personaje principal. Claro que es innegable la fuerte influencia del cine de Bergman, influencia que el propio Allen jamás ha negado. En primer lugar, por los temas evocados: la familia opresiva y paralizante, la ausencia de comunicación, o incluso de sentimientos, al menos en apariencia, e incluso la casi omnipresencia de la muerte. Luego están los personajes: cinco mujeres fuertes, tres hombres humildes. Después, por supuesto, la puesta en escena, con su acumulación de planos fijos, primeros planos de rostros, incluida la magnífica escena final en la que las tres hermanas se encuentran frente a una ventana de cristal, y los decorados reducidos. Y por eso resulta fácil de entender la confusión que provoca Interiores cuando sólo vemos la punta del iceberg que es la obra de Allen, cuyas cinco primeras películas eran comedias slapstick cuyo principal objetivo era hacer reír. La maquinaria se rompe en Interiores: el protagonista está sumido en una profunda depresión, incluso intenta suicidarse, y el odio es omnipresente, incluso en el sacrosanto capullo que es la familia. Los personajes son frágiles, al borde del colapso, con poca o ninguna confianza en sí mismos. La redención llega tarde, y a qué precio… de hecho, apenas puede llamarse redención, o al menos apaciguamiento.
Por cierto que es aquí donde la pequeña familia técnica de Allen empieza a tomar forma en serio, pues Interiores cuenta ya con varios de sus leales lugartenientes. Entre ellos, por supuesto, la inmensa Diane Keaton, con la que la colaboración perdurará, a pesar de su ruptura (Manhattan, Días de radio, Misterioso asesinato en Manhattan), así como Sam Waterston (Hannah y sus hermanas, Septiembre). Otros fieles colaboradores son el director de fotografía Gordon Willis, que ha rodado ocho películas con el director, y los productores Charles H. Joffe y Jack Rollins. Todo para que semejante ejercicio de diligencia, tan laborioso, resulte perfecto. Desde los primeros planos de Diane Keaton y Mary Beth Hurt sufriendo detrás de las ventanas, llenos de gravedad y profundidad, hasta la aparición de Pearl que, bajo su exterior, resulta ser abrumadoramente sensible. Si hay un cine alleniano que estoy por preferir es, desde luego, el que, como el personaje de Pearl, esconde abismos bajo apariencias de ligereza. Interiores es, sin duda, la película más radical de su director, y probablemente la más extrema, junto con Maridos y mujeres (cuyo movimiento de cámara me produjo un profundo malestar cuando vi la película por primera vez, hasta que entendí que no había otra forma de manifestar la crisis). Interiores se congela en sus planos secuencia o fijos. No hace falta hacer ni decir más.
Maravillosamente oscura, la película de Allen suscita interrogantes, desesperanza e introspección. Es casi una lección de psicoanálisis, y por eso los ecos de Ibsen, Strindberg, O’Neill o Chéjov andan cerca. Con delicadeza y finura, el director saca poco a poco a la luz, con expertas manos de cirujano, las grietas, las heridas, las carencias afectivas, los errores, los remordimientos y las culpas profundas que corroen a los personajes. ¡No lo vi, y ahora sé que tenía delante la historia misma del mundo! Esta confrontación de personalidades frágiles es conmovedora, sobria e interesante. Plantea interrogantes sobre el sentido y el valor de la vida. El resultado es sorprendente: no hay el menor atisbo de humor en esta película, en la que las localizaciones (pisos de ciudad o villas a orillas del mar) parecen pesar sobre los personajes con todos los recuerdos que representan. Pero la marca de fábrica de Allen, insisto, está ahí: su gusto por la introspección, y por estas historias de parejas destinadas a ser fugaces. Para ser el primer drama directo con mayúsculas de Allen, maneja el tema con una confianza suprema, dirigiendo a estos personajes con paciencia europea. Pueden sentarse y hablar durante la mayor parte de la película, y sin embargo nosotros vemos cómo se hunden, mientras luchan por mantenerse a flote. Allen establece la dinámica (o la disfunción) de forma tan perfecta que no es imposible evitar pensar en cada línea pronunciada, en cada gesto. Cuando Arthur, el padre, habla con su hija Renata, y piensa en voz alta para conocer la opinión de su otra hija, Joey, cuando alguien dice irrevocable en una escena posterior, cuando alguien se retira de un baile en una boda… lo único que revela Allen es que en todos nosotros abunda un nutrido nivel de neurosis. Es difícil destacar una actuación en particular, ya que todas son excelentes, pero la interpretación de Mary Beth Hurt como Joey tal vez sea una de las que más resuenan, al sentirse atrapada por tener que cuidar de su madre y querer crear arte pero ser incapaz de encontrar su medio. Su energía melancólica, desgastada, la acerca –por ejemplo al final de la película, cuando monologa con su madre- a Shakespeare, no necesariamente por el lenguaje, sino por la amplitud de las emociones. Parece real. Supongo que no era tan difícil después de todo. La tragedia está siempre a punto de estallar y, aunque sus personajes aparten la mirada, ni Allen ni nosotros somos ya capaces de hacerlo.
Woody Allen ha pasado de ser el animador desenfadado al pintor más delicado de los tormentos humanos, aunque, tal como demostraría en su posterior Manhattan (1979), lo había hecho sin perder su sentido del humor. La película fue la primera del movimiento europeo del director de los años ochenta, influido por Bergman, cuyo tono marca con lacre la interpretación y la estética de la película, donde asoma el fantasma de (entre otras) Gritos y susurros (1972), una de las preferidas de Allen. El director se apropiaría de las virtudes del maestro sueco de forma más humorística en su excelente La comedia sexual de una noche de verano (1982), y lejos de la gravedad de Interiores, sabrá hallar el contrapunto de la comedia y la ironía dentro de una misma película dramática, como en la genial Delitos y faltas (1989). En cualquier caso, sea como fuere, Interiores es una película cautivadora y conmovedora, fascinante en tanto que rara avis. Allen sólo se hace explícito en una notable escena de catarsis y confesión que creemos soñada, pero cuya realidad proporciona un traumático clímax al drama final. Se desarrolla con bastante crudeza y Allen orquesta un crescendo emocional tal (la construcción de este final recuerda a La comedia sexual de…) que causa una impresión duradera. La última escena refleja el tenue equilibrio sobre el que descansa la película, con ese plano fuertemente bergmaniano, insisto, de las tres hermanas mirando al horizonte: la familia atrapada en su nudo gordiano. La belleza formal y la emoción lo unen todo en este ejercicio sobre pesimismo, jaque mate existencial, drama de la incomunicabilidad, donde uno piensa que Antonioni no queda lejos, pues lo que se nos muestra en un encuentro con el otro que, al final, resulta ser un falso encuentro, un choque.
Interiores no parece encajar en la magistral tetralogía formada por Annie Hall, Manhattan, Hannah y sus hermanasy Delitos y faltas), figura con razón entre películas de madurez lograda como Recuerdos, Zelig o La rosa púrpura de El Cairo y, sobre todo, pertenece a eso que Christina Byrnes llama la trilogía de terror –además de Interiores, Septiembre (1987) y Otra mujer (1988)- o, dicho de otra forma, ese cine que encarna la búsqueda de uno mismo siempre a través del Otro. «Nunca se puede hablar de lo que se ama», escribía Barthes, y ese terror difícil tiene que ver con la cerrazón de la madre reflejada en sus hijas: la frágil arquitectura del «palacio de hielo» que Eva ha construido a su alrededor, separándola del ruido del mundo exterior, se extiende también a sus allegados. Es cierto que hijas y maridos se lanzan neurosis y frustraciones pero, al final, su inmovilidad es la misma que la de la madre: todos comparten la incapacidad de expresar lo que sienten. La película construye así no sólo un continuo juego de espejos –desde el reconocimiento de las hijas a sus padres hasta su inmovilismo creativo, pasando por sus crisis matrimoniales- sino que todas las formas cinematográficas funcionan por sustracción (ya hemos nombrado la fotografía de Willis): la ausencia de partitura musical queda desmentida durante la secuencia de la fiesta de bodas, en la que el uso de dos bailes subraya una discontinuidad, un punto de inflexión diegético: no es casualidad que sea aquí donde Pearl, al dejar caer accidentalmente el jarrón (regalo de Eve), desencadene la reacción de Joey. La niña invierte su aparente calma en un estallido de palabras llenas de ira y decepción hacia su nueva madre.
El conflicto entre las dos hermanas, Renata y Joey, será el leitmotiv de una serie de fracasos y dificultades, enfados y frustraciones que también implican al marido de Renata, el escritor en crisis. Interiores nos acostumbra enseguida a los planos fijos de los personajes inmóviles ante la ventana, sus pasos lentos frente a espejos oblicuos que no reflejan su imagen. Las hijas están encerradas en un empuje hacia el exterior, incapaces de captar lo que proyectan más allá del umbral: el recuerdo de la infancia junto al mar. La mirada busca su lugar, tendiendo hacia una respuesta que no llega. La dinámica centrífuga se ve obligada a replegarse sobre sí misma, encerrándose en un espacio entrópico del alma. Eve sella con cinta adhesiva todas las aberturas de la habitación, pero el suicidio fracasa y ella permanece anclada en un limbo sin fin. Tras la muerte de su madre por ahogamiento, la vuelta a la vida de Joey (gracias a Pearl), adquiere el valor de un segundo nacimiento: la adquisición de una nueva identidad parte de la hija y llega también a los demás miembros de la familia a los que vemos abrir los ojos tras el sueño, en una secuencia suspendida de primeros planos. Continúa así la percepción de los propios sentimientos, mezclados entre sueño y realidad, que comenzó con el monólogo nocturno de Joey, en el que, imaginando que se dirige a su madre, la sentencia. La reordenación, para encontrar un nuevo lugar y sentido a las cosas llega a su fin, a través de la experiencia de la escritura. Joey, en su urgencia por reelaborar su dolor, pone por escrito el recuerdo de su madre y luego se reúne con sus hermanas junto a la ventana. Ahora las tres, en ese inolvidable plano final, comparten la misma visión del silencio, sus mentes despejadas después de tanto rugido existencial. Tal vez termine, como empezaba, por otra confesión. Mejor aún, un sueño: que un día todos se den cuenta de la importancia de que haya existido un director como Woody Allen.
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