El fin de curso, como de costumbre, está siendo intenso. Además, el calor en el Mediterráneo produce un “efecto cerveza”, incomprensible para casi todos los habitantes del mundo, que se manifiesta en unas ganas terribles de alejarte del ordenador para pisar la calle, las heladerías, y hasta la playa, y dedicarte a la crítica de otra manera: sentado en algún banco del parque o paseando por la judería de algún pueblo encantador. Y hasta aquí la captatio benevolentiae para disculparme por las últimas faltas, sobre todo con aquellos que no sé si por amistad o curiosidad comparten esta columna. Sigo sin recibir la carta de despido, lo que no deja de ser otro síntoma de la confianza de la redacción en quien os habla.
Entre las mil actividades culturales de los últimos meses, hoy me voy a detener en la presentación de Blumen, de la fotógrafa Irene Cruz, a la que asistí de incógnito la semana del libro en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Complutense de Madrid. El libro, fruto del empeño y el trabajo de Irene Cruz, es una apuesta interesante por la fusión de géneros, ya que a los dípticos fotografiados por la autora le siguen una serie de textos poéticos de varios autores y en varios idiomas, que tratan de poner palabras a las sensaciones de la imagen.
La poética de Irene Cruz es abismal, fotografías de mujeres descalzas, todas de espaldas, todas ambientadas en una naturaleza mítica, de resonancias románticas. Los dípticos alternan personajes femeninos y paisajes, naturalezas encerradas en una imagen de melancolía. Como en los versos de Karmelo Iribarren, la poética de Irene Cruz es una celebración de la nostalgia. No hay mito que despierte mejor la melancolía que la representación de una Eurídice que trata de escapar del mundo de los muertos, pero no lo consigue. Las instantáneas de Irene Cruz enmarcan ese momento previo a la ruptura del pacto, cuando las modelos están a punto de darse la vuelta, verles el rostro, perder el misterio. El arte se cuela en la perspectiva del lector-observador precisamente ante ese componente de lo desconocido que esconde la realidad y la proyecta hacia la imaginación. Me encanta la estética de los colores, la simbología de las flores, las proyecciones de sombras y el sonido de la lluvia.
Los nombres de las modelos provocan el espacio y dotan al díptico de significaciones plurivalentes, que los poemas procuran ampliar. Los textos, en general, se alejan de la poética de la fotografía y provocan su propio cauce. Es también interesante el libro precisamente por eso, porque la unión de imagen y palabra no conforma el significado final, sino que la estética de lo visual dialoga con la palabra y permite el inicio de otra poética, que en los poemas notables suma al conjunto, y en los menos buenos simplemente construyen su propia historia.
El formato, el tamaño, la estructuración editorial, pensadas por Irene Cruz y sus colaboradoras aderezan una propuesta fresca, pese a la celebración de la tristeza, gratificante por la madurez, la inteligencia y la sensibilidad de su ideóloga. Un soplo de modernidad bien entendida, con un pie en la tradición y otro en la genialidad. Como situar a Eurídice delante de un espejo con zoom y filtros. Como si ahora supiéramos, por fin, a la luz de las fotografías, lo que siente esa muchacha en la ventana que pintó Dalí.