Era un día frío en un lugar de sierra, durante una semana santa abrileña. No era una festividad cualquiera, llevaba la alegría dentro, nueva compañía, nuevas sensaciones que trasmitir a quienes le querían.
Amigos, familia, cenas, salidas y torneos de futbito, entre algunas de las actividades que tenía en los siguientes días. Todo eran alegrías debajo de un plumas para refugiarse de las temperaturas invernales del lugar, aunque le esperarían aspectos más gélidos de lo que esperaba.
De repente una nube cubrió su semblante, gente yendo y viniendo a su alrededor, caras distintas a las horas anteriores, ya no había risas, Todo se había torcido, la santa realidad se agolpó para frenar su alegría.
Ahora se encontraba rodeada de gente, mucha a la que no reconocía, de tierra, de cruces y de mármol y solo alcanzó a oír, como si de un eco se tratase, una voz que siempre le había dado seguridad con unas palabras que le resultaron determinantes para que viese la realidad y la oscuridad que se aproximaba a sus vidas:
¡Qué solo vas a dormir esta noche!
A partir de ese día, cuando entraba en casa solo veía el sombrero que él siempre devolvía a su lugar de reposo tras su paseo.