Decidí darle algo que aliviara su desconcierto.
―Como una bola ―respondí cuando preguntó cómo me sentía. La vi relamerse ante la presa conocida y, muy ufana, teclear un diagnóstico en mi informe. Algún trastorno alimenticio, supuse. Dejé que soltara la habitual catarata de recomendaciones, contesté un par de preguntas más y asentí cuando fijó la nueva cita sin ninguna intención de volver por allí. Ella también formaba parte de la espiral que giraba alrededor mío y hacía que pareciese que yo me movía. Pero yo estaba paralizado, como la bola del colgante hipnótico de mi cuarto, dejando que el mundo me envolviera suavemente. A esa bola me refería.
Volví a casa a tumbarme en la cama y no hacer nada. Mi madre me miró esperanzada y logré dibujar una sonrisa que me libraría de su empeño en revivirme durante otra temporada. El colgante giraba con la brisa de la ventana abierta, la bola seguía allí, engañando con el efecto óptico, sin hacer esfuerzos. De pronto una urraca, deslumbrada por sus brillos, se abalanzó sobre mi espiral y la arrancó para llevarla al nido. Sentí un pánico absurdo y corrí a ver hacia donde iba. No lo pensé ni un instante cuando eché a volar tras ella.