Hablar de un libro de aforismos cuando pensamos en la filosofía de La Pesanteur et la Grâce[1]La edición utilizada para esta recensión es WEIL, Simone. 1991. La Pesanteur et la Grâce. Paris: Plon, pp. 205 (todas las traducciones son nuestras) (La Gravedad y la Gracia, 1947) es siempre insuficiente. Decir filosofía es presuponer la conquista de una verdad, pequeña pero definitiva. Hay libros, como éste, que nacen para escapar a la clasificación habitual, canónica. Porque a veces el pensamiento es oscuro; otras, se señala a sí mismo como intuición deslumbrante, sólo fijada en el papel para evitar que se volatilice. Empero, no tan a menudo, lo que encontramos son pensamientos articulados, a modo de aforismo, que deben ser leídos de nuevo para comprender el significado completo y la profundidad de lo meditado.
La Gravedad y la Gracia podría llevar como subtítulo Historia de un Alma, aunque el enfoque de este tipo de textos siempre provoque cierta vacilación, ya que parece anteceder la exploración de las profundidades de una psique. Adentrarse, con luz, en los meandros de los pensamientos más íntimos. Pero, ¿con qué derecho?
Resulta curioso que en la edición italiana del libro, al cuidado del poeta Franco Fortini[2]Vid. WEIL, Simone. 1951. L’ombra e la grazia. Milano: Edizioni di Comunità, éste traduzca la palabra francesa pesanteur por ombra (sombra, en castellano). Entonces, la sombra podría ser una mancha en un contexto de gracia, de luz. En el texto de Weil, sin embargo, la luz es bastante escasa, es más una tensión ideal hacia la cima que una verdadera presencia. Los pensamientos se adensan y dan lugar al anhelo de la gracia.
El libro resiste a la luz, además, de la apariencia externa. La brevedad cuantitativa de sus ideas no convierte en breve lo meditado, sino que lo hace más legible. Pero ese conjunto de posos, decantado en las profundidades del alma misma, es un destilado de sabiduría sufrida, madurada en los campos más dispares, marcada por una experiencia que ha grabado su rastro en el físico y la psique de Simone Weil.
Hay una especie de velado fustigamiento en el pensar weiliano, hendido y postrado en un dolor ineludible, casi estoico, en su «esfuerzo sostenido por dejar aparecer lo que la realidad es»[3]REVILLA, Carmen. 1995. «Descifrar el Silencio del Mundo», en Revilla, Carmen (ed.) Simone Weil: Descifrar el Silencio del Mundo. Madrid: Trotta, p. 39. Hay una tímida excentricidad que busca exaltar el temblor, delimitando, además, el tan característico gusto por la paradoja, cuando lo que se expresan son conceptos que a menudo provocan porque van a contracorriente.
En el cruce entre una carretera de pensamiento y un camino empinado y sinuoso, Simone inevitablemente elige el camino difícil: Per aspera ad veritatem.
La filósofa, escaladora de ideas, trepa por la montaña, despegando sus manos en busca de arduas presas. Se tambalea, sin mirar atrás, como si temiera que alguien la siguiese. Se impulsa, gracias a su rigurosa intransigencia moral y continúa persiguiendo, con obstinación, su búsqueda desesperada de la verdad absoluta. Aunque duela el alma, porque ella nos ha dicho ya que no hay conocimiento sin dolor; porque conocer no resiste, si tal acontecimiento ha devenido real, resonancias emocionales profundas, en palabras de Eugenio Borgna[4]BORGNA, Eugenio. 2012. Di Armonia Risuona e di Follia. Milano: Feltrinelli, p. 114.
Nada permite que sus interlocutores sean verdaderos o potenciales. El camino a seguir es uno, sin titubeos, compromisos ni pretensiones. Porque no hay tiempo para la belleza, sino que se trata de examinar, desde lo más profundo, certezas o pseudo-certezas, para redescubrir el sabor del pensamiento, lúcida y coherentemente. «El hombre» -así nos lo advirtió Pascal- «está hecho evidentemente para pensar. Es toda su dignidad y todo su talento; y todo su deber es pensar como es debido»[5]PASCAL, Blaise. 2012. Pensamientos. Ed. Alicia Villar Ezcurra. Madrid: Gredos, p. 235. Weil parece seguir esta máxima, aun cuando La Gravedad y la Gracia alberga pensamientos en campos dispares. De acuerdo con Weil, toda la naturaleza está sujeta a las leyes del determinismo, la necesidad o la gravedad (pesanteur), lo que significa, para el hombre y la sociedad, las leyes de la fuerza.
Weil plantea una humanidad que está por encima de sí misma y la revela cómo una filósofa que no es capaz de resistir la necesidad de compartir la miseria de otros.
Todo lo que pertenece a la naturaleza, pertenece a la fuerza, a la gravedad, y por lo tanto siempre es malo. Pero también está lo sobrenatural, la luz, la gracia: «Sólo hay un remedio: una clorofila que le permita alimentarse de la luz. […] Sólo un fracaso: no tener la capacidad de alimentarse de la luz. Una vez abolida esta capacidad, todos los fracasos son posibles»[6]Weil, 1991, Op. Cit., p. 10. Y la gracia tiene leyes que son tan precisas y determinadas como las de la grandeza, solo que menos conocidas: en lugar de la ley del movimiento ascendente, se somete a la del movimiento descendente: «Rebajarse es subir con respecto a la gravedad moral. La gravedad moral hace que caigamos hacia lo alto […] La piedad desciende hasta una cierta altura, pero no más abajo. ¿Cómo hace la caridad para descender más abajo?»[7]Ibíd., pp. 10-11.
Y otra vez: «No ejercer todo el poder de que se dispone significa soportar el vacío. Esto va en contra de todas las leyes de la naturaleza: sólo la gracia puede conseguirlo. La gracia colma, pero sólo puede entrar allí donde hay un vacío para recibirla, y ella es quien hace ese vacío»[8]Ibíd., p. 18.
El desapego es la coordenada esencial: salir del reino de la fuerza por el simple rechazo del dominio, el abandono, la humildad. No hay lugar para el esfuerzo humano, que siempre queda dentro del orden de la fuerza; lo único que puede hacerse es crear un vacío, donde, sólo en él, se pueda acceder a la gracia. Incluso cuando aceptar un vacío en uno mismo es algo sobrenatural: Amar la verdad significa soportar el vacío y, por tanto, aceptar la muerte. La verdad se halla del lado de la muerte[9]Ibíd., p. 19.
Sin embargo, la hegemonía del desapego debe permanecer intangible. La imagen de Dios que tiene Weil es por lo tanto la de un «desapego supremo» de Dios. Pensamos, de inmediato, en Eckhart[10]Vid., MAESTRO ECKHART. 2010. El Fruto de la Nada y Otros Escritos. Madrid: Siruela, pp. 240, en un Dios que se retira y no actúa. Para alcanzar esta condición de desapego, la infelicidad no es suficiente, es necesaria la infelicidad sin consuelo, que es también la aceptación de la muerte: «el desapego perfecto sólo permite ver las cosas desnudas, fuera de la bruma de valores engañosos. Por eso fueron precisas las úlceras y el estiércol para que a Job le fuera revelada la belleza del mundo. Porque no hay desapego sin dolor. Y no hay dolor que se soporte sin odio y sin mentira si no hay también desapego»[11]Weil, 1991, Op. Cit., pp. 63-64.
Una de las palabras más profundas y oscuras de Cristo revela su absoluta indiferencia hacia los valores morales. Los justos y los criminales reciben igualmente los beneficios del sol y la lluvia. Imitar esta indiferencia es simplemente permitirnos. En primer lugar, es necesario comprender el señorío, tan universal, de la necesidad, que no es diferente al de la voluntad de Dios. Pero es necesario dejar de pensar en primera persona, o lo que es lo mismo, aceptar que la voluntad personal está acabada, muerta. Aceptar la necesidad significa, de hecho, aceptar la existencia de todo lo que existe, incluido el mal, transfigurándolo en una mirada de amor, que es el verdadero conocimiento sobrenatural. Eso es, para Weil, participar en el sufrimiento de Cristo, compartiendo su Cruz: «El amor, en el caso de alguien que es feliz, es querer compartir el sufrimiento del amado desgraciado. El amor, en el caso de alguien desgraciado, consiste en verse colmado sólo con el gozo del amado, sin tomar parte en tal cosa, ni tan siquiera desear hacerlo»[12]Ibíd., p. 75.
No hay inclusión de la figura de Cristo en algún porqué cósmico, sino que la cristología weiliana sólo se entiende dentro de las coordenadas de la mística. De una mística de la cruz: «Dios es crucificado por el hecho de que unos seres finitos, sometidos a la necesidad, al espacio y al tiempo, piensan. Saber que, como ser pensante y finito, yo soy Dios crucificado. Parecerse a Dios, pero a Dios crucificado. A Dios todopoderoso en la medida en que está atado por la necesidad»[13]Ibíd., p. 105..
Merece también preponderancia, sin duda, la cuestión de la renuncia al tiempo. Sabemos que el espacio, el tiempo y la materia son leyes, por supuesto sometidas a una variedad de formas, prácticamente en un infinito cuantitativo. Con la necesidad del infinito, ineludible, se produce un descenso al aislamiento y la fragmentación, a la multiplicidad. Sólo Dios puede, según el pensamiento weiliano, restaurar la unidad del mundo. Él como el único: el real y esencialmente infinito – puede detener este descenso: por una calidad exterior este mecanismo es efectivo: gracia o amor. El amor se alivia de este proceso porque es incondicional e incondicional: tan eterno como siempre nuevo.
Habrá un vacío, claro. Uno que creemos colmado, más tarde, con el advenir, con el futuro. Pero erramos. A veces incluso el pasado sustenta esta teoría. En otros casos, la infelicidad lleva a la creencia en que la felicidad resulta intolerable; por lo tanto, priva a los infelices de su pasado: «el pasado y el futuro impiden el efecto saludable de la miseria, proporcionando un campo ilimitado a elevaciones imaginarias. Esta es la razón por la que la renuncia al pasado y al futuro es la primera de las renuncias»[14]Ibíd., p. 28.
Cuando el dolor y el agotamiento llegan al punto de dar a luz la sensación de perpetuidad, y contemplamos esta perpetuidad con aceptación y amor, somos arrancados hasta la eternidad. Ese vacío también podría superarse con el recuerdo del pasado y la espera del futuro, pero Simone Weil renuncia al tiempo, para ella sólo está el presente con su dolor y su agotamiento. Eso le da la sensación de perpetuidad: «El presente no obtiene la finalidad. El futuro tampoco, porque sólo es lo que será presente. Pero no se le conoce. Si traemos al presente la punta de ese deseo nuestro que se corresponde con la finalidad, ésta penetra a través de él hasta lo eterno. Ése es el uso de la desesperación que aparta del futuro»[15]Ibíd., pp. 28-29.
Simone Weil, una de las mentes más brillantes del siglo pasado, se dejó desgarrar hasta la eternidad, aceptando, de la forma más definitiva que le fue posible, sus propias tesis expuestas, entre otros, en este libro imprescindible.
Titánico parecía realmente, casi colosal, el esfuerzo de imaginar lo que quedaba más allá, incluidos algunos años más de posguerra. Pero Simone Weil se encuentra ante esta prueba fatal en condiciones de desarme físico y moral, sin fuerza para contrarrestar los acontecimientos y La Gravedad y la Gracia se convierte, así y de manera súbita, en parte del proyecto de un final ya pensado.
Un final para el que es posible que fuera pronto, porque nunca es tiempo.
Título: La Gravedad y la Gracia |
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Referencias
↑1 | La edición utilizada para esta recensión es WEIL, Simone. 1991. La Pesanteur et la Grâce. Paris: Plon, pp. 205 (todas las traducciones son nuestras) |
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↑2 | Vid. WEIL, Simone. 1951. L’ombra e la grazia. Milano: Edizioni di Comunità |
↑3 | REVILLA, Carmen. 1995. «Descifrar el Silencio del Mundo», en Revilla, Carmen (ed.) Simone Weil: Descifrar el Silencio del Mundo. Madrid: Trotta, p. 39 |
↑4 | BORGNA, Eugenio. 2012. Di Armonia Risuona e di Follia. Milano: Feltrinelli, p. 114 |
↑5 | PASCAL, Blaise. 2012. Pensamientos. Ed. Alicia Villar Ezcurra. Madrid: Gredos, p. 235 |
↑6 | Weil, 1991, Op. Cit., p. 10 |
↑7 | Ibíd., pp. 10-11 |
↑8 | Ibíd., p. 18 |
↑9 | Ibíd., p. 19 |
↑10 | Vid., MAESTRO ECKHART. 2010. El Fruto de la Nada y Otros Escritos. Madrid: Siruela, pp. 240 |
↑11 | Weil, 1991, Op. Cit., pp. 63-64 |
↑12 | Ibíd., p. 75 |
↑13 | Ibíd., p. 105. |
↑14 | Ibíd., p. 28 |
↑15 | Ibíd., pp. 28-29 |