ermita: lugar en que vive un ermitaño o eremita, del griego ἐρημος (solo, desértico, separado); donde se marcha el solitario, allá donde habitan el desierto y el vacío…
Un vacío en el estómago… las visiones del hambre dibujan un horizonte espiritual de difícil traducción, una ruptura en cada tejido. Viaje de ida y vuelta ─ ¿cómo volver? ─ Arrojarse sobre una palabra solo intuida para descubrir al instante que no pertenece a tu idioma, ni a cualquier otro que conozcas, no se ha creado todavía, y aun así existe. Dietilamida de ácido lisérgico, dicen por ahí. Pan de centeno dudosamente elaborado. Pan de centeno presuntamente intoxicado. Pan, al menos un poco, duro como una montaña, y junto a él un tarro de barro resguarda la sangre derramada por un antiguo hijo-hombre-dios: lo humilde puede albergar infinitos.
La visión arde siempre desde los márgenes. Llamada inaplazable, inextinguible, del precipicio. Ecos de la mente salvaje. Una huida hacia el encuentro, a lomos del desierto hacia las cavernas. Ermita y eremita se alzan gigantes y solos como un monte de noche. Hay quien lo dejaba todo, hasta la raíz… Alejarse del propio suelo, del imperio de las sandalias, como los antiguos estilitas, su lugar en el mundo justo tan grande como abarca el capitel de una columna: ¿y qué es una columna en mitad de la nada, sino, quizá, el monte sagrado más pequeño y afilado del mundo? Basta levantar una torpe atalaya para, día tras día, vislumbrar algo de los paisajes sublimes…
Equilibrio comprometido. Palos y piedras tiemblan en la atalaya, se desgastan, flaquean como flaquea un cuerpo huesudo y viejo. Ninguna torre puede albergar un rayo. Últimas fuerzas, nacidas de un estómago sorprendentemente intacto. Uñas y dientes adheridos. El ermitaño no está listo para regresar al mundo. Existencia trambólica ─ hay que saber subir y bajar ─. La perla no yace en un punto fijo del camino. La iluminación está siempre en otra parte. De regreso por la senda de las llanuras se dibuja un rastro de comprensión: la montaña confunde por su altura, pero al cielo se accede desde los charcos.
El ser natural se despereza y pone en marcha. Los evangelios dirigen hacia el ejemplo de los pájaros y de las flores, el Kempis, hacia lo invisible: en el camino se abren flores nunca vistas, anidan imágenes refractarias a los ojos. Hay revelación en el movimiento.
No permanecer, sino vivir en armonía con el camino. El placer de andar perdido para encontrarse a cada instante, en cada rincón. Después de todo, ¿cuánto abarca una ermita? Una ermita puede ser cualquier cosa, surgir en cualquier parte. El templo sobre la colina o la colina misma, una habitación, un vagón de tren, un árbol, un asiento de autobús… Lo decía Anaïs Nin, incluso un vestido está hecho para ser habitado. Mi viejita sudadera groovie (cinco euros en el rastro) o el calor del propio cuerpo como último refugio. Ejemplo de la tortuga y del caracol: basta con saber habitarse.
Anidar en cualquier parte, elegir con paciencia un rincón del vacío y ocuparlo; marcharse luego sin ruido. Ligereza de cimientos. Ser ermita, no catedral, diga lo que diga el mundo… El ermitaño se convierte así en ave migratoria, carente de anclaje. No hay fronteras geográficas, culturales o espirituales para el impulso de lo recóndito. San Onofre y Thoreau comparten un trozo de queso junto al río, en el agua hay un reflejo: es el viejo dios Fukurokuju, que se va de viaje.
Germina pues siempre en torno al ermitaño un espacio físico y estético destinado a acoger, tarde o temprano, la visita del vacío. Hallazgo en lo recóndito de lo recóndito. Soledades que andan siempre de puntillas, pisando sin ruido. Abandono. Una belleza fugaz que se escapa por las sendas de los montes. Arte efímero. Ruinas. Respiración que se aleja. La vida está fuera, sigue buscando…