«¿Tan raro soy?», se preguntaba todos los días el vampiro Paulino. Sucedía varias veces al día, durante todas las comidas. Mientras sus papás y hermanos se preparaban para salir de caza, Paulino comenzaba a temblar. «Volverá a ocurrir», se lamentaba resignado. El sudor frío se deslizaba por sus sienes paliduchas en el momento en que su hermana pequeña le decía: «Venga Paulino, esta es para ti. Sangre fresquita». Cuanto más se aproximaba a su presa y mejor escuchaba el brotar de su sangre, más lejanos le parecían el resto de sonidos. Poco a poco, sus alitas de murciélago empezaban a perder fuerza y Paulino terminaba por desplomarse. Cuando se despertaba del pequeño vahído, siempre le entraban náuseas y acababa vomitando. Así día tras día. Su mamá le daba por las noches una ración de sangre en una botella opaca y con una pajita, para que Paulino no viera su contenido. Aunque él sabía que era sangre, se decía a sí mismo que estaba tomando un delicioso zumo de tomate. «Mañana lo harás mejor, eres muy valiente», y con un beso en la frente, mamá arropaba a Paulino. Con paciencia y empeño, tras unos cuantos desmayos más, Paulino superó su aprensión y dejó de marearse. «Eres muy valiente, eres muy valiente», se repetía una y otra vez.
—¿Y por qué me cuentas esto, mamá?—preguntó Martín abrazado a su osito de peluche.
—Porque tu profe de educación física me ha dicho que tienes problemas con las vallas.
Un suspiro que Martín intentó reprimir con todas sus fuerzas resonó en la habitación como el mayor de los lamentos y el pequeño rompió a llorar.
—Me da miedo, no quiero caerme—dijo Martín sollozando—¿Por qué yo no puedo saltarla y los otros niños sí, mamá?
—¡Claro que puedes! Solo necesitas un poco más de tiempo, como Paulino. Eres más grande y más fuerte que esas vallas. Mañana lo harás mejor, eres muy valiente—Y con un beso en la frente, mamá arropó a Martín.
Esa noche Martín soñó que saltaba la valla.