En el parque. Él, sentado en el banco bajo la sombra de un sauce; ella, recostada sobre el asiento, las piernas recogidas, reposa la cabeza sobre el regazo de él, que le mece el cabello mientras se abisma en los ojos de ella. Ella le dibuja los labios con dos dedos sobre los labios de él, con esmero, con dulzura, sin prisa. Ambos se acercan y se besan, un beso suave, profundo, y vuelven a la quietud de su juego enamorado, ajenos al fotógrafo que captura la magia de la escena.
En la calle mayor. Ambos caminan entre la gente cogidos de la mano. Se detienen. Él, con delicadeza, le rodea la cintura con las manos; ella, con ternura, le acaricia las mejillas. Muy despacio se aproximan el uno al otro, primero sus cuerpos, después sus bocas, hasta fundirse en un beso largo y sólido, olvidando a los viandantes y las miradas de sorpresa, los comentarios en voz baja, la risa envidiosa, o el desprecio y la incomprensión. El fotógrafo consigue un encuadre perfecto.
En la terraza de un bar. Sentados a una mesa pequeña y redonda, muy juntos el uno al otro; dos copas de vino dorado sobre el tablero. Ella coloca una mano sobre la cara de él, con la otra le rodea el cuello y lo atrae. Él posa una mano con delicadeza sobre el brazo de ella, la otra en la cintura y acompaña el movimiento, ojos cerrados ambos, hasta que sus labios se unen en un beso sosegado y firme. Ni siquiera el clic de la cámara les importuna.
La pareja levanta las copas y brinda, quizá por el amor, quizá por ellos, beben y saborean el sorbo. El fotógrafo se acerca y les dice: «Abuela, abuelo, hecho. Es hora de volver a casa».