Cada uno elegimos como nombre un mes del año. Tan fugaz concebíamos el horizonte de nuestra existencia que no encontrábamos sentido a los que habíamos recibido en la pila bautismal. Por igual motivo tampoco resultaban un problema las repeticiones. Y era un consuelo dar a conocer algo sobre nosotros. Si te gustaban las fresas, Junio era la onomástica adecuada. Enero era el más joven de nosotros, apenas dieciséis años cumplidos. En cambio, no había ningún Marzo. Marzo, el temible dios de la guerra que devora carne y alma. Sabíamos bien que desaparecer, de una forma u otra, era nuestro sino de soldados. Y, mientras avanzábamos, unas veces entre roderas de barro y otras sobre campos de amapolas, pisoteábamos las ficticias lápidas que abrigarían nuestros restos anónimos.
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