Habíamos tenido motivos de sobra, pero fue en otoño del año 2009 cuando discretamente cobijada en el aluvión de salas y estrenos, algunos pudimos ver por primera vez una reposición de «Mi vecino Totoro» (1988).
El año anterior habíamos visto «Ponyo en el acantilado» en Sitges. Hayao Miyazaki había roto todas las barreras de la popularidad ganando el Oscar y el Oso de Oro en Berlin por «El viaje de Chihiro». Su talento y su popularidad estaba fuera de toda dudas, aunque uno pensaba tras ver «Totoro» que aún no era suficiente, que un hombre que desplegaba ese talento merecía una consideración similar a la de un Yasujiro Ozu (seguramente la merecerá), y que de alguna manera el formato animado seguía ejerciendo una velada barrera con la rendición más absoluta.
Escrito bajo el sol
Y ahora llega su despedida, que estrenó en abril en España, tras sus pases en Venecia, Sitges y su nominación al Oscar. Muchos más adultos que niños un domingo a las cuatro de la tarde. Señal de que la figura mítica de Miyazaki no descoloca ni desinforma tanto, que tiene su pequeño cortejo de fans.
Y dirán que se ha perdido algo de su mundo de imaginación y fantasía. Y a otros les parecerá un Miyazaki algo atípico, siendo el Miyazaki de siempre, y habrá un agridulce desconcierto entre su público, hasta que con el paso de los años, como sucede con «Escrito bajo el sol» (The wings of eagles, John Ford, 1957), «The wind rises» se corone del todo como una de las obras maestras absolutas de Miyazaki y su indiscutible obra testamento, no por su carácter de final de carrera, sino por recopilar y expresar el amor de Miyazaki por el trabajo, por el amor y por la vida, que lo han definido como creador.
La película cuenta la biografía del ingeniero aeronáutico japonés Jiro Horikoshi, un hombre apasionado por la aviación que diseñó verdaderas máquinas de muerte y destrucción (lo que nos ocupará la segunda parte de la crítica). Miyazaki escribe un guión tan absolutamente deudor del cine clásico americano como digno de sus mejores virtudes. Sin ir más lejos referentes en esa onda tenía en «Porco rosso». Su visión del biopic podría alinearse en la liga melodramática del «Gentleman Jim» (Raoul Walsh, 1942) y sobre todo del citado título de Ford.
Pero más que semejanzas y diferencias entre obras, «El viento se levanta» está contada con una asombrosa cadencia visual y dramática. Cada plano está lleno de ideas, de sugerencias, cada movimiento de los personajes está muy bien encadenado con el siguiente paso, como sólo se hacía en los años 40 y 50, con una elegancia y un tempo propios asumidos desde Japón como Ozu pudo asimilar al Leo MacCarey de «Make way for tomorrow» (1937). Y no es nostalgia, es el asombro ante la recuperación de un determinado talento que parecía perdido (hoy los talentos serían otros).
No hay imaginación, quiero decir, fantasía, fugas de la realidad del Japón histórico que describe, salvo en las secuencias oníricas en las que Horikoshi habla con el ingeniero italiano Giovanni Battista Caproni, que acaba ejerciendo para Horikoshi el mismo papel que ejercía Laird Gregar para Don Ameche en «El diablo dijo no» (Heaven can wait, Ernst Lubitsch, 1943), en una conmovedora y recapituladora secuencia final, dignísimo cierre de la obra de Miyazaki, emotivo canto vitalista, según el leitmotiv de los versos de Paul Valery que presiden toda la película.
Las imágenes de «El viento se levanta» en una pantalla de cine devuelven el carácter de acontecimiento cinematográfico que sentíamos ante las más grandes obras de Clint Eastwood a los acordes de su guitarra, sustituída aquí por los acordes bellísimos de Joe Hishaishi, el eterno e inconfundible músico de Miyazaki.
Un mundo con o sin pirámides
No pocas voces críticas se han alzado contra el silencio de Miyazaki ante los efectos del trabajo de Horikoshi. Me parece una protesta legítima. Podría hiperjustificarlo de muchas maneras, como de hecho voy a hacer, el propio Miyazaki habla en sus declaraciones del «veneno que esconde la consecución de los sueños», pero sí que es cierto que la película pasa demasiado de puntillas por ese dilema moral e incluso sus protagonistas profieren alguna barrabasada bastante insensible e hiriente que sobraba (o no, quizás los humaniza). Bien es cierto también que Miyazaki ha querido homenajear a unos apasionados por su trabajo (como él, que también habrá pagado su veneno), y bien es cierto que sorprendería un excesivo moralismo o juicio tajante, y sobre todo que no había en los modelos clásicos en los que se basa esas consideraciones morales. Tampoco el trabajo de Frank «Spig» Wead, el aviador en la película de Ford interpretado por John Wayne debió tener consecuencias especialmente positivas.
Plantearlo y cuestionarlo es sano de todos modos, y un tirón de orejas que no sobra, a favor de la militancia humanista y contra el exceso de relativismo, incluso cuando late una terrorífica y bella enseñanza tras sus planos. Las guerras no están hechas por canallas, son tan horribles que en ellas ha podido ser cómplice demasiada extraordinaria y buena gente. Horikoshi podría haber sido uno de ellos, ¿por qué no?. Y de su estudio de las espinas de caballa, de su competición con las potencias extranjeras (¿la del propio Miyazaki?) y de su amor por Naoko quizás naciera tanto progreso y belleza como destrucción. Ojalá el mundo pudiese explicarse en términos más esquemáticos o edificantes como a veces pretendemos.