El apego, ese vínculo que establecemos a los pocos meses de vida con las personas que nos cuidan, es uno de los elementos fundamentales en nuestro desarrollo emocional y social, aunque las circunstancias y el devenir de los tiempos jueguen también un papel importante en la trayectoria vital. Esos patrones creados y aprendidos nos guiarán en nuestras relaciones posteriores, influyendo también en la toma de decisiones. Así, siguiendo la teoría de John Bowlby, asimilamos desde muy pequeños que nuestros padres nos profesan un amor incondicional o, por el contrario, que éste no existe, por negligencia o abandono. Si resulta así, es muy probable que nos convirtamos en adultos impulsivos, manifestando conductas explosivas, de frustración e ira; incapaces de establecer lazos sanos, ni de confiar en el otro. Sin lugar a dudas, Aleksy, el protagonista de nuestra novela, encaja en este último caso.
“El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes” (2016), de Tatiana Țîbuleac (Chisináu, 1978), se presenta como un testimonio desgarrador, nacido de las entrañas de quien anhela afecto y no sabe qué es. Su autora, quien ha confesado que no sabe escribir de amor aunque lo haya intentado, es consciente de la dureza de su obra. De hecho, asegura que no es autobiográfica y que, simplemente, sucedió; tal vez, fruto de sus vivencias como periodista, visitando orfanatos y adentrándose en la difícil labor de los servicios sociales, o por desafiar esa arcaica inclinación a ensalzar la figura de la madre, como si de un icono religioso se tratase.
Tatiana Țîbuleac estudió periodismo en la Universidad Estatal de Moldavia, al mismo tiempo que colaboraba como traductora, reportera y correctora. Tuvo su propia columna en el periódico FLUX, de gran difusión en su país natal. Después, pasó a trabajar en la televisión, pero dejó el periodismo en 2007. En la actualidad, reside en París desde hace más de una década. Ha recibido el Premio de la Unión de Escritores de Moldavia, el Observator Cultural y el Lyceum por esta novela, pero ya había publicado “Fábulas modernas” (2014) y, hace poco, “Jardín de vidrio” (2018), por la que le han concedido el Premio de la Unión Europea de Literatura.
Aleksy sobrevive a la muerte de su hermana Mika. La idealiza, transformándola en un hada que habita en sus recuerdos, en el único motivo por el que mereció la pena nacer y crecer en una familia desestructurada. Tras su prematura pérdida, lo poco que quedaba de ese hogar ruinoso se desmoronó. Su padre los abandonó sin lástima, ni remordimiento, mientras su madre se encerró en una cripta de mudez y egoísmo, dinamitando cualquier atisbo de cariño o cercanía. ¿Qué podríamos recriminar a un joven que no conoce otra cosa que la amargura de la soledad? Poco o nada; ni su agresividad, ni su resentimiento, ni su fragilidad, ni su inconsciencia. ¿Y a una mujer que nunca ha conseguido ser feliz? Ambos están vacíos, cada cual por una razón, pero los une la insatisfacción, la inestabilidad y el terrible sentimiento de la desesperanza.
“Los ojos de mi madre eran un despropósito”[1]ȚÎBULEAC, Tatiana. 2021. El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes. Madrid: Impedimenta, p. 17. Aleksy no la soporta y sólo es capaz de ver fealdad en quien debería inspirarle respeto y lealtad; sin embargo, le molesta ese rasgo tan bello en la persona de la que esperó calor y protección, pero sólo obtuvo indiferencia, sumiéndolo en el agujero del que aún no ha podido salir. La habría cambiado por cualquier otra madre del mundo, con tal de no verla, de no oírla, de no llevar su sangre, de no sentir un asco visceral que le quema por dentro. “Los ojos de mi madre eran mis historias no contadas”[2]Ibíd., p. 107 y ahora ella no tenía derecho a pedir su compañía, como si mantuvieran una proximidad entre madre e hijo que no había existido jamás. Ya era demasiado tarde para reestablecer esa conexión que debió forjarse en los primeros años, cuando su deseo era que ella lo mirara, que lo levantara en brazos y le besara las mejillas con la entrega absoluta de los seres vivos que se necesitan.
La enfermedad, a ojos de Aleksy, cambiará a su madre.
El deterioro físico será el origen de la metamorfosis de insecto nauseabundo a mariposa de vívidos colores; el germen de un amor tan puro, como doloroso. “Los ojos de mi madre fea eran los restos de una madre ajena muy guapa”[3]Ibíd., p. 41 y los días de verano forjarán una unión difícil de quebrar por la ausencia o los errores del pasado. Los dos desconocidos compartirán, por fin, la complicidad de los que empiezan a quererse y descubren en el otro un reflejo, una promesa o la firme convicción de no sentirse solos nunca más. Ni la premura del reloj, implacable, conseguirá que se nuble el horizonte, a pesar de presentir la tormenta y la destrucción en cada puesta de sol.
“Los ojos de mi madre eran cicatrices en el rostro del verano”[4]Ibíd., p. 205, la evidencia de todos los momentos desperdiciados, de que los días no vuelven atrás. La vida los ha distanciado, la muerte los acercará. El perdón será la puerta abierta, el jardín donde encontrarán la paz después de una guerra de años. Los reproches se desintegrarán entre la rabia y el desconsuelo, en el verde de los postigos de las ventanas de una casa alquilada, en la verborrea de quien siente que muy pronto se apagará su llama, en una lámpara en forma de tulipán que proyecta sombras en la pared. “Los ojos de mi madre eran campos de tallos rotos”[5]Ibíd., p. 91 y conchas marinas, y una hamaca balanceándose en un patio, y la añoranza de Pavel, y un prado de girasoles, y su turbante; porque “los ojos de mi madre lloraban hacia adentro”[6]Ibíd., p. 65.
Tatiana Țîbuleac describe muchas historias reales en esta novela, con crudeza y ferocidad narrativa, pero también con un lirismo que hace sucumbir a cualquier lector.
Hasta en las aguas más turbias se puede hallar un atisbo de claridad. La reconciliación consiste en atreverse a zambullirse en ellas.
Título: El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes |
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