La década de los sesenta llegaba a su fin y todo en Hollywood parecía agitarse tras el abandono del infame Código Hays. Bonnie and Clyde (Bonnie & Clyde, Arthur Penn) y El Graduado (The Graduate, Mike Nichols) llegan en 1967 a las pantallas, y, casi a la par, el funcionamiento de los estudios se pone, de inmediato, en tela de juicio, así como la credibilidad de las estrellas consagradas, que de repente parecían algo anacrónico e incluso arcaico. Es el caso de John Wayne que, justo después de El Dorado (Howard Hawks, 1967), se había embarcado como actor y director en la polémica Boinas Verdes (The Green Berets, 1968), una película de carácter fundamentalmente conservador, realizada para justificar la intervención americana en Vietnam. Mientras se esfuerza por ilustrar su compromiso personal como patriota hasta la médula y ferviente republicano, el actor también está decidido a no dejarse aplastar por esta nueva tendencia y por una generación de jóvenes dispuesta a cuestionar los ideales fundamentales de Estados Unidos.
Antes de que se estrenara Boinas Verdes, Wayne estaba ya poniendo todo su corazón y su alma en Los Luchadores del Infierno (Hellfighters, 1968), dirigida por su amigo Andrew V. McLaglen, con el que ya había rodado cinco años antes la divertida El gran McLintock (McLintock!) y con el que volvería a reunirse en tres ocasiones más, siempre con resultados dignos. En esta película de acción, que iba a contener todo lo que el público espera de una película de Wayne (una pelea en un bar, unas cuantas frases lapidarias y las viejas, entrañables caras conocidas de Bruce Cabot, Vera Miles o Jay C. Flippen), el gran actor interpreta al patriarca de un equipo de bomberos, expertos en incendios petrolíferos, Chance Buckman, que deviene toda una suerte de reencarnación del Tío Sam, un héroe americano en todo su esplendor. No importa cuántos combates hubiese librado en la gran pantalla –bien se tratara de indios, rinocerontes desbocados, maleantes o el mismísimo Vietcong- que en Los Luchadores del Infierno, a sus sesenta y un años, habría aún John Wayne de contender su batalla más formidable: unas gigantescas, peligrosísimas torres de fuego abrasador.
Y es que el incendio de un pozo petrolífero puede servir de espectáculo para el público incluso cuando el objeto principal de la película o la escena es el lucimiento de uno de los más célebres actores de la historia del Cine. El personaje de Buckman está basado en las experiencias de Paul Neal «Red» Adair, veterano de la Segunda Guerra Mundial que trabajó como inspector de incendios y reventones de pozos petrolíferos desde 1945, cuando dejó el ejército, hasta su muerte en 2004. Adair actúa, además, como asesor en la película. Él y sus ayudantes proporcionaron una información excelente y creíble para la película y el equipo pirotécnico dirigido por el legendario experto en efectos especiales Fred Knoth. En su papel de consultor, Adair se aseguró de que se utilizaran técnicas auténticas para extinguir los incendios de petróleo en la película, desde Texas hasta Sumatra y Venezuela. Pero también ayudó a autentificar el espectacular efecto visual que proporcionan los pozos de petróleo en llamas.
La película de McLaglen puso, nunca mejor dicho, la carne en el asador, encargándose el propio Wayne de muchas de sus escenas pirotécnicas sin doble alguno. Como técnico de efectos especiales, Knoth creó una mezcla que proporcionaría –según él y como así fue- el máximo espectáculo. De igual manera que en otros incendios cinematográficos, los espectaculares penachos de llamas inspiran admiración gracias al buen hacer de los competentes especialistas. En busca de la autenticidad, Knoth y su equipo produjeron incendios de pozos petrolíferos utilizando petróleo y propano, remedando así algunas de las consecuencias medioambientales de los incendios petrolíferos reales. La escena inicial muestra una operación de perforación, rodada desde el punto de vista de un trabajador (que, irónicamente, está fumando un cigarrillo), y que casi diríase extraída de un documental. Los trabajadores luchan por contener el chorro, pero toda la operación de la torre de perforación estalla en llamas, arrojando una enorme cantidad de humo gris y negro. El fuego y el humo llenan el encuadre, mientras los trabajadores, en llamas, huyen del desastre.
Esas deflagraciones en erupción, que llenan el cielo de un intenso humo negro, proporcionan al espectador –desde este plano inicial, que no es sino un gran plano general- la sensación de una distancia segura desde la que disfrutarlo. Asimismo, las condiciones en las que se rodaron muchas de las escenas, aunque en principio seguras, son de un apabullante realismo. Por ejemplo, en las escenas finales de los cinco pozos de Venezuela, preparadas para la acción por los técnicos de efectos especiales, las explosiones producían un inmenso calor que el propio Wayne padeció durante el rodaje. Los chorros de petróleo –el verdadero enemigo de esta aventura hawksiana- crean un espectáculo especialmente impactante cuando McLaglen las pone en imágenes. En esa parte final, los cinco pozos petrolíferos ofrecen poéticas visiones de fuego y humo, exacerbadas por los ataques de los guerrilleros comunistas que luchan contra la Venezuela democrática del presidente Leoni.
Mientras los luchadores del infierno intentan extinguir los incendios, dos francotiradores rebeldes atacan, disparando a uno de los trabajadores (Edward Faulkner) en el proceso. Los militares venezolanos intervienen en una escena de batalla que contribuye al espectáculo producido por el fuego y el humo que se arroja a través de la selva. Los incendios y la peligrosa atmósfera también sirven de catalizador para el regreso del personaje de Wayne a la lucha, y nos ofrecen imágenes magníficamente rodadas de los heroicos bomberos, que tratan de apagar las llamas mientras esquivan balas. La película combina así, en pantalla, espectaculares catástrofes ecológicas (y económicas) con heroicas (y exitosas) estrategias de lucha contra el fuego en una serie de estimulantes efectos visuales. La labor ecológica de los bomberos se pierde en el espectacular infierno en el que luchan. Con estos presupuestos, nada podría salir mal para los gustos del aficionado.
Pero incluso hoy, en una era en la que la información es mucho más accesible, el nombre del director McLaglen apenas resulta aún familiar a unos pocos. Puestos a coronarle con algún logro, podríamos decir que mantuvo viva la épica del western –casi nada- después de que ésta cayera en desgracia en el propio Hollywood. Su labor como director resulta, como mínimo, de una eficacia evidente. Y es que este perito genuino, que realizó esencialmente películas de género, entre finales de los cincuenta y la década de los ochenta[1]De entre su filmografía, cabe rescatar, sin el menor atisbo de dudas, títulos como: Matar a un Hombre (Gun the Man Down, 1956), El Gran McLintock (McLintock!, 1963), El Valle de la Violencia (Shenandoah, 1965), Camino de Oregón (The Way West, 1967), Bandolero (Bandolero!, 1968), La Brigada del Diablo (The Devil’s Brigade, 1968), Los Indestructibles (The Undefeated, 1969), Chisum (Chisum, 1970), La Soga de la Horca (Cahill U.S. Marshal, 1973), Los Últimos Hombres Duros (The Last Hard Men, 1976), Patos Salvajes (The Wild Geese, 1978), Cerco Roto (Breakthrough, 1979), Lobos Marinos (The Sea Wolves, 1980) y Rescate en el Mar del Norte (North Sea Hijack, 1980)., ha conseguido dejar para las crónicas, pese al injusto olvido que puebla su carrera, un buen número de filmes disfrutables y alguna que roza, incluso, la obra maestra, como es el caso de Los Luchadores del Infierno, que no puede sino recordarnos al trabajo de Howard Hawks.
La maestría de McLaglen estriba, en este caso, en sus propias elecciones.
De tal forma que, en lugar de centrarse sólo en el drama que supone el peligro de los incendios, la acción de la película está pensada de forma bicéfala, esto es, que también nos encontraremos con momentos clave que reflejan el estrés emocional que sufren los propios especialistas y sus familiares. Es una fórmula alternativa muy interesante, sin duda. Cuando Buckman es hospitalizado durante uno de esos trabajos, herido de gravedad, su distanciada hija Tish (Katharine Ross) viene de visita y no sólo se enamora y se casa con la mano derecha de Buckman, Greg Parker (Jim Hutton), sino que se entera de que su madre (Vera Miles) dejó a Chance no porque no lo amara, sino porque no podía soportar la terrible sensación de si volvería de una pieza o no. Así las cosas, surgen las dudas en el propio Buckman: ¿podrá Trish soportar el estrés y el miedo y cómo reaccionará Chance al ver que su yerno se pone en peligro?
Como en el mejor cine de Hawks, los motivos estructurales de ese grupo masculino aislado que participa en una tarea de vida o muerte, que se apoya tanto en el trabajo en equipo como en las hazañas individuales, la profesionalidad y el estoicismo ante el peligro y la muerte, los forasteros que entran en el grupo y se convierten en una amenaza para el mismo y su necesidad de ser admitidos en el grupo- convierten las relaciones homosociales, representadas, si atendemos a lo que dice Eve Sedgwick, por un contexto de violencia y agresividad, rasgos asociados de la masculinidad tradicional,[2]Vid., SEDGWICK, Eve K. 2015. Between Men: English Literature and Male Homosocial Desire. New York: Columbia University Press, pp. 229 en una verdadera sensación de amistad que se transmite al espectador.
Es en las escenas que Wayne, Hutton y Bruce Cabot comparten –las de grupo- aparte de las consagradas directamente a la acción, donde Los Luchadores del Infierno funciona mejor. El trío, al que se suman otros clásicos de la Batjac, como Edward Faulkner o Jay C. Flippen, bajo el lema «A todas horas. En todo el mundo», tiene como clientes a propietarios de pozos petrolíferos que compran un seguro por si uno de sus pozos se convierte, cosa bastante habitual, en una atalaya flamígera. Cuando eso ocurre, suena el teléfono y el equipo despega en su helicóptero para apagar el fuego. Los hombres de Buckman no distan demasiado, por tanto, de los de Sean Mercer –el personaje al que también dio vida el astro Wayne, para la maravillosa Hatari! (Howard Hawks, 1961)- movidos, como están, por la aventura como noción vital y la camaradería como modo de vida. Protagonizada por el que es, sin duda, uno de los más grandes actores de la historia, la película puede resumirse así: acción, rivalidad, preocupaciones familiares y romance dentro de un equipo de bomberos. La trama, como en el mejor cine de Hawks, no es sino una excusa argumentativa para, desde el género más complaciente y espléndido de todos, el de la aventura, deliberar sobre los límites y también las grandes firmezas del ser humano.
La mezcla de épica con las escenas de acción y la complejidad psicológica del melodrama personal es tan funcional que McLaglen consigue una de sus mejores películas, una pieza de artesanía cinematográfica a la vieja usanza, es decir, ese lugar donde el pragmatismo, la presteza y la devoción al cine dominan sobre membrudos y, hasta cierto punto, insuficientes manuales de técnica cinematográfica. Cine fraterno, familiar, en definitiva, que merece la pena ser revisado con urgencia. Los Luchadores del Infierno, en su calidad de disección transversal de una América exótica y aventurera, con un John Wayne que seguía resultando eficaz y duro como el granito –héroe impoluto e intrépido, rudo pero generoso- es más que suficiente para convertirla en un disfrutable puntal cinéfilo al que aferrarse.
Lo cierto es que también visualmente se beneficia la película de unos medios importantes. Así, en el apartado técnico sería injusto no destacar, por ejemplo, el extraordinario trabajo de Bill Clothier como director de fotografía. Su sentido de la composición y su inclinación por los escenarios peligrosos se imanta a la perfección con la idea de la aventura para McLaglen. La impresión limpia y fuerte de la imagen, la composición que sale de esa posición instintiva de la cámara, una oscilación de uno o dos centímetros de ajuste en la puesta en escena y una iluminación perfecta constituyen aquello en lo que podríamos sintetizar una toma cualquiera de Clothier. Con su elocuencia, este director de fotografía logra afianzar la construcción de un nuevo mito Wayne –el bombero Buckman-, que adquiere preponderancia gracias a los brillantes colores y sus localizaciones en Baytown, Wyoming o Texas, así como al uso que el propio Clothier hace del formato Super Panavisión 70 mm para enfatizar las cualidades de la obra.
Sin olvidar el eficaz libreto de Clair Huffaker, cuya presencia en el cine de Wayne se remonta a Los Comancheros (Michael Curtiz, 1961), que ya demostraba una gran familiaridad con los ingredientes del héroe típico de la estrella, e incluyó también esa pieza de ritmo infatigable que es Ataque al carro blindado (Burt Kennedy, 1967). Esto es, fórmulas astutas que contienen todos los clichés, conocidos por el público, por los que algunos acudimos al cine de Wayne con fiel constancia, tales como la camaradería, una esposa cariñosa que le abandona a regañadientes porque no puede soportar las presiones de su peligroso trabajo, una hija a la que no ha visto durante años y, por supuesto, una feliz reconciliación de todas las partes implicadas. No cabe duda de que Huffaker, asimismo un reconocido novelista, es un gran contador de historias y un épico creador de personajes, que suele ofrecer historias directas con profundas viñetas entretejidas a lo largo de ellas, personajes bien elaborados por su descaro y honestidad, por su ingenio e idealismo. Parte de ello está relacionado también con el propio Wayne y el hecho de que el medio más eficaz para mantener un estricto control sobre su carrera fuese elegir siempre los papeles de acuerdo a una serie de directrices estrictamente definidas, y exigir revisiones en aquellos guiones que no se ajustaban a sus criterios específicos. Para la elección de sus papeles, Wayne era en extremo cuidadoso: se limitaba, en su mayoría, a interpretar a héroes cordiales, basándose en su creencia de que todo el mundo ama a un héroe. Sensible como era a su imagen pública, Wayne prefería personajes sencillos con motivos y emociones simples, y su credo era dotar a cada personaje de algún código ético.
Este estilo de cine es, no por formulista, menos eficaz. Mientras los años sesenta cambiaban la sociedad estadounidense de forma drástica, Wayne y su cine no mudaban de aires, lo que sin duda es parte de su atractivo para ese público clásico, desorientado por el cambio. En épocas de caos social, siempre deseamos volver a las viejas historias. El tono es lo que marca a estas películas de acrobáticas: la cooperación, de moral alta, en un grupo pequeño. Desde Hawks sabemos que cualquier nota de ligereza elimina, además, posibles propósitos de épica innecesaria y cargada. McLaglen aprendió la lección: mientras el mundo cambia, el pequeño grupo sobrevive. No se me ocurre alguien mejor que John Wayne para liderarlo. Porque no se trata sólo de un tipo de héroe con cabida en polvorientas ciudades del Oeste, sitiados fuertes o peligrosos desiertos, sino que hay algo en él también de donjuán inocente, de ingenuo idealista y viejo consejero, más sabio pero también en retirada, de todo el grupo. A veces sus personajes pueden resultar exaltados, pero a menudo es su personaje el que frena, precisamente, dicha fogosidad.
No es cierto que Wayne interpretara siempre el mismo papel, pero sí es indiscutible que todo su trabajo, especialmente en el western, formaba parte de un proyecto, de una agenda: construir un personaje lleno de significado y mantener una autoridad acumulada en su comportamiento. Existe, entonces, un artefacto Wayne, creado mientras recibía la ayuda de directores, guionistas, productores, operadores, figurantes, amigos y críticos, y que se vio obstaculizado por una serie de personas bienintencionadas, tímidas y aduladoras. Pero se mantuvo firme en esa creación de un yo tan real para los demás que pudiera desaparecer en él, como así fue. Nos enredó, con sus verdades y evasiones, en su propia historia, en los sueños que moldeó o inhibió, en nosotros o en otros, por las cosas que validó y las que despreció, por la particular definición que dio a ser americano, al Sueño Americano, con sus luces y sombras. Cuanto menos nos demos cuenta de lo que hizo en nosotros, menos podremos enfrentarnos, si fuese necesario, a ello. Por la calle de la imaginación del siglo XX, esa figura alta, extraña y que cojea –unida a los instruidos estándares tradicionales que ventean siempre a esa artesanía distintiva de la cinematografía clásica estadounidense- sigue caminando hacia nosotros, airosa, amenazante, ineludible.
Ficha técnica |
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Referencias
↑1 | De entre su filmografía, cabe rescatar, sin el menor atisbo de dudas, títulos como: Matar a un Hombre (Gun the Man Down, 1956), El Gran McLintock (McLintock!, 1963), El Valle de la Violencia (Shenandoah, 1965), Camino de Oregón (The Way West, 1967), Bandolero (Bandolero!, 1968), La Brigada del Diablo (The Devil’s Brigade, 1968), Los Indestructibles (The Undefeated, 1969), Chisum (Chisum, 1970), La Soga de la Horca (Cahill U.S. Marshal, 1973), Los Últimos Hombres Duros (The Last Hard Men, 1976), Patos Salvajes (The Wild Geese, 1978), Cerco Roto (Breakthrough, 1979), Lobos Marinos (The Sea Wolves, 1980) y Rescate en el Mar del Norte (North Sea Hijack, 1980). |
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↑2 | Vid., SEDGWICK, Eve K. 2015. Between Men: English Literature and Male Homosocial Desire. New York: Columbia University Press, pp. 229 |