Mamá tiene que subir con nosotras al tren para ayudarnos a dejar las maletas en los portaequipajes. Pesan mucho y solas no podemos. Tiene los ojos humedecidos. Antes de bajarse, nos aprieta contra su pecho, nos pide que seamos buenas con la tía y nos dice que estamos muy guapas. Llevamos los zapatos que nos regaló la tía y los vestidos de volantes que nos ponemos para ir a misa los domingos, pero los zapatos nos hacen daño y los vestidos ya no nos cubren las rodillas. Cuando el tren se pone en marcha, acercamos las mejillas al cristal y le decimos adiós con la mano, mientras va haciéndose cada vez más pequeña. El viaje es largo y nos lo pasamos jugando a las adivinanzas hasta que entramos en un túnel y el vagón se queda a oscuras. Claudia me agarra la mano con fuerza. Le digo que no se preocupe, que todo va a salir bien, pero el túnel no se acaba nunca y yo también me asusto y pienso en mamá, en lo sola que se ha quedado, hasta que la luz vuelve, por fin, al vagón. Para entonces, Claudia ya me ha soltado la mano. Poco a poco, el tren comienza a frenar. Antes de llegar al apeadero, nos levantamos y cogemos las maletas. Mamá nos espera en el andén. Todavía tiene los ojos humedecidos, pero el pelo ya se le ha vuelto blanco.
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