CUENTOS DE CLARICE LISPECTOR
Al parecer, la propia Clarice Lispector (1920-1977) afirmó ser tan misteriosa que ni ella misma se entendía. La singular autora, que habría cumplido cien años el pasado 10 de diciembre, ha sido comparada con Joyce, Kafka, Woolf o Chéjov; sin embargo, puede que los paralelismos y etiquetas –por muy halagadoras que resulten- no basten para describir su literatura, ya que poseía un estilo particular, indagador, inclasificable, alejado del corsé de una época o tendencia concretas.
Aunque nació en Chechelnik (Ucrania), creció y vivió en Brasil, donde sus padres se mudaron en 1922 tras la Revolución Rusa de 1917. Allí Chaya comenzó a ser Clarice, viviendo una infancia marcada por la precariedad económica y el estigma de ser extranjera. Encontró en la lectura y en la escritura un mundo aparte donde ser otra y muchas a la vez, publicando desde muy joven sus escritos, que a nadie dejan indiferente. Su forma de escribir es hermética, experimental, metalingüística, se examina a sí misma mientras se desarrolla. Su obra –y particularmente, sus cuentos- no puede ser leída sin dedicación, pues demanda continuamente la atención de aquel que decide adentrarse en ella. Su complejidad requiere de concentración, no respeta los límites entre géneros, prescinde de la subordinación a las normas; por ello, una lectura acelerada puede alejarnos para siempre de su profundidad, privándonos del tremendo placer de inquietarnos entre líneas y de sumergirnos en una realidad sin sinónimos.
En Todos los Cuentos[1]LISPECTOR, Clarice. 2016. Todos los cuentos. Madrid: Siruela, pp. 560 se observa un personaje común y genuino, lispectoriano, fruto de sus distintos estados anímicos. En todos ellos, un suceso cotidiano desata un cúmulo de asociaciones e introspecciones que llevan a una metamorfosis, a una marabunta emocional difícil de contener. Sus frases cortas y rotundas ayudan en ese proceso de avance hacia el abismo, que no tiene por qué desembocar en una catástrofe o desdicha; a veces, incluso, conllevan a la liberación, como el pulso progresivo de un metrónomo en una clase de piano. Clarice suele situarse entre dos realidades en continuo conflicto, pero sutilmente hermanadas: alma y cuerpo, virginidad y lascivia, cerebro y piel, vacío y culminación. Ese incesante balanceo hace que el lector –sin querer, queriendo- se posicione, elija.
Puede que Lispector no convenza al apasionado del naturalismo y sus cuentos sean tachados de oníricos y delirantes, pues no siguen una línea recta, ni se circunscriben a narrar hechos. Ella reclama un juego cómplice con el lector, donde dejarse llevar es el paso principal para disfrutar con y del misterio. El error fatal sería intentar desvelarlo o extirparlo con argumentos racionales. “Cuidaos de una mujer que sueña”[2]Ibíd., p. 307 porque eso la hará inmortal de alguna manera, tal y como su literatura permanece y no envejece con las décadas.
Otro aspecto a destacar en sus cuentos son los personajes femeninos que, a menudo, se debaten entre la sumisión y la rebeldía, que buscan con ahínco su identidad e independencia en un entramado social y personal que las frustra, encadenándolas a perseguir una realización que se les antoja intangible. No son mujeres rotas, ni débiles, sino que toman conciencia de su existencia en un instante cualquiera y eso las tambalea, porque comienzan a ansiar aquello que transforme sus vidas.
Cualquier proceso de autodescubrimiento es duro y ellas habitan una casa a oscuras, cuyas paredes conforman un laberinto de siglos de represión.
No es raro que la protagonista de “Obsesión” se sienta “arrojada repentinamente hacia una libertad que no había pedido ni sabía utilizar”[3]Ibíd., p. 34 o que Idalina, en “Cartas a Hermengardo”, escriba misivas de amor que nunca llegarán a su destino. Son desdichadas y no saben si conformarse con ese estado de confortabilidad o correr el riesgo de perderlo todo –nada, en realidad- y empezar de nuevo. Clarice hace de la mujer un prisma compuesto de diferentes clases sociales, edades y estados civiles, aspectos que han definido al considerado “sexo débil” durante mucho tiempo. Por ello, nos hablan voces de señoras que se asustan ante un mendigo que cuestiona su posición con una mirada, de criadas cuyos días transcurren entre la humillación y el hastío de sí mismas, de mujeres de clase media cansadas de envidiar a otras con mejor suerte. También, está la niña que aún puede permitirse soñar y la adolescente que huele el peligro ante el paso lento –pero seguro- de dos hombres al fondo de una calle; la veinteañera núbil que rebosa juventud y frescura, la treintañera que ha aprendido a sobrevivir y se lamenta con discreción de haber acumulado tantas arrugas y tan pocos pecados, la mujer madura que ya no atrae las miradas de los hombres, la anciana sumida en un mutismo cruel que ya no perdona, ni olvida, ni obedece. Y la soltera, la casada, la viuda, la monja y la prostituta.
No obstante, y como hemos reseñado al principio, los cuentos de Lispector no pueden definirse; o se leen o no hay forma de abordarlos. No son fieles a nada, tan sólo a su autora. Por poner un ejemplo, “El huevo y la gallina” podría estudiarse en una clase de Filosofía o constituir el argumento principal en una obra de teatro. Es tan amplio, como confuso. ¿Fue el huevo la esencia de lo que llamamos gallina?, ¿pudo ser el huevo un triángulo al que mutilaron o forzaron a rodar? Solamente ve el huevo quien ya lo ha visto, como percibe el color aquel que mantiene intactas sus células fotorreceptoras.
Se habla con mucha frecuencia de los ojos profundos y desafiantes de Clarice, de sus labios pintados de rojo, de su arrebatadora belleza caucásica, de su expresión que abarcaba sexualidad y desprecio al mismo tiempo. El escritor Ferreira Gullar dijo que se asemejaba a una loba fascinante. Pero en mi plan de estudios nunca estuvo Clarice Lispector y la descubrí por pura casualidad, gracias a la recomendación de alguien que la admiraba. ¿No va siendo hora de incluirla en el bachillerato, como a Joyce y Chéjov, o a todos aquellos con quien se la compara?
Título: Todos los cuentos |
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