La Maja.
écfrasis
Del lat. mod. ecphrasis, y este del gr. ἔκφρασις ékphrasis.
1. f. Ret. Descripción precisa y detallada de un objeto artístico.
2. f. Ret. Figura consistente en la descripción minuciosa de algo.
Recostada sobre un sofá verde aterciopelado, un chaiselongue lo suficientemente ancho y largo para ella, parece ser una mujer de dimensiones pequeñas. El cuerpo, al descubierto, roza las sábanas nude de un raso delicado que enaltece su figura y se adapta a sus curvas. Sobre la espalda se apoya en dos grandes almohadones del mismo raso con acabado en tul rizado. Y dispone las manos, como las dispondría una madre meciendo a un hijo, sobre la cabeza, asiéndola con delicadeza.
Sobre la cabeza, el pelo rizado, algo recogido entre las manos, se le riza y cae en forma de tirabuzones sobre los hombros. El flequillo recto queda un poco por encima de las cejas alargadas. Y por debajo, los ojos, entreabiertos y muy oscuros. La mirada es penetrante, casi varonil. Las mejillas muy rosadas le conceden un aire de dulzura frente a la rudeza de la mirada. La nariz y los labios completan el retrato. No parece sobrepasar la veintena de años.
Los pechos, muy separados, son de una belleza plausible -pero desconcertante-, los pezones pequeños y los aureolas también, de un sutil color rosado casi del mismo color que el resto del cuerpo pálido. Las piernas cortas y los pies pequeños contrastan con unas manos grandes y unos brazos largos. Desde el ombligo se puede apreciar un camino de vello corto hasta la vulva, poco poblada, de color negro suavizado. La cintura estrecha y las caderas anchas se juntan con unos grandes muslos dando lugar a una figura muy curvada.
Es una mujer sin nombre que, a gusto del pintor o procurador, recibe el de La Maja. Esta se deja posar para su retratista, primero desnuda, como nace una mujer, y como Sandro Botticelli trajo al mundo a su Venus; y luego vestida, para la tranquilidad de algunos escandalizados jueces del orden público; pero poco parecen compartir en común esta Maja desnuda con la vestida.
La Maja vestida tiene los ojos más abiertos y la mirada menos tosca. El tono de la piel es ahora blanquecino, como de porcelana. La vestimenta cubre el cuerpo desnudo, aunque se dejan ver las mismas curvas. El pelo más arreglado y menos rizado se diferencia de su versión desnuda.
Esta mujer, que de algún modo formó parte de la corte española, ha sido partícipe de sus bailes de máscaras y ha dado dos caras de sí misma: la desnuda y la vestida. Un desdoblamiento que no ha pasado inadvertido para el pintor, cuyos retratos producen sensaciones enfrentadas. Como tampoco lo ha pasado ante los ojos de tantos otros que han conspirado sobre la mujer sin nombre detrás de ellos.
Su Maja desnuda denota una mirada cómplice, esa que bien podría recordarnos a la de la Mona Lisa de Da Vinci, y una sensación de control pleno sobre lo que está siendo retratado. Es la mirada de una mujer ordinaria que gana victorias en la cama y dice mucho más cuando calla con los ojos. Es impura y apasionada, sus pensamientos obscenos y su entrega febril. Las pasiones afloran en su piel rosándole las mejillas.
Su vestida, en cambio, habla de ella como una mujer dulce e ingenua, sometida al dominio del entorno. Esta vez las mejillas son rosadas probablemente por el maquillaje, no hay rastro de impureza en cómo mira y toda sensualidad queda reducida a las curvas que aún se aprecian de su cuerpo ya vestido.
Estas dos versiones de una misma mujer son ahora el legado del retrato de la que fuera Duquesa de Alba o Josefa Tudó, o cualquier otra mujer sin nombre, a manos de Francisco de Goya y Lucientes. Y este, el retrato narrado bajo la mirada de una espectadora contemporánea sobre la mujer decimonónica que fuera La Maja.