A Charo le duelen los pies. Ya lleva tres pases sobre los tacones del uniforme de acomodadora. En la penumbra entre la puerta y las cortinas de terciopelo hace calor, así que las entreabre. En la pantalla, el joven desnudo pasa a la cama desde su silla de ruedas mientras la chica lo mira. A Charo no le gustan las bélicas, pero en esta película las batallas se libran entre costurones del corazón y cuerpos hechos trizas.
―¿Sientes esto?― la chica acaricia la piel rubia.
―¿Sientes esto?
El olor a tabaco rancio golpea la nariz de Charo justo antes de que el gerente se le pegue a la espalda y le estruje los pechos. «¡No, otra vez no!», ruega mientras intenta zafarse.
―¿Puedes sentirme?― susurra la chica.
―¿Puedes sentirme?
El gerente acorrala a Charo contra la pared. Su aliento apestoso le embiste los labios, la cornea con la lengua mientras se abre paso bajo su falda.
En la pantalla, el rostro de la chica evidencia lo que la cámara sólo insinúa. Los espectadores se hacen carne al ritmo de la escena. Un gemido vibra en la sala. Amor y asco, placer y humillación se igualan en los oídos del público. La película sigue. Y seguirá. Tres sesiones diarias.
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