Muchos años después, cuando apenas mantenía un hilo de vida gracias a los tubos y electrodos del hospital, le conté a mi padre la verdad. Hablé de cuánto le admiraba al verle trenzar cables de colores, de lo que me gustaba que me dejara rebuscar en su caja de placas y bujías. Se convertía en mi pequeño dios cada vez que conectaba válvulas y transistores. Hasta el día en que un trabajo de pretecnología que me mandaron hacer en el colegio se convirtió en su obsesión. Según crecía su criatura, yo me diluía ante sus ojos como una pastilla efervescente. Era un robot educado, pulcro, alegre. Con toda la perfección que yo nunca lograría alcanzar. El día que cumplí diez años y papá olvidó felicitarme, secuestré al Abel tecnológico de su taller y lo hundí en el lodo del río hasta que se apagó el último latido del relé.
Este fratricidio está mejor contado y más que justificado.