Blanca y desnuda, con la boquita pintada de rojo y un trazo curvilíneo que sugería una única ceja. Las manos detenidas en el mismo gesto indescifrable que me había llamado la atención en la boutique. Me había seguido desde Gran Vía y no podía por menos que haberlo notado. Pero es que tengo un adolescente en casa, dos gatas con uñas letales para la fibra de vidrio y cero tiempo para amigas. Abrí la bolsa charolada y le puse sobre los hombros el abrigo del que le había despojado la dependienta. De todas formas, a ella le sentaba mejor que a mí. Prometí visitarla alguna tarde en aquel escaparate que había tendido un extraño cordón umbilical entre las dos. No podría explicar cómo lo supe, pero pareció entenderlo.