¿Que es imposible que un cheslón ataque a una persona? Que me lo digan a mí, que a punto estuvo de acabar conmigo el de mi hija. La verdad es que motivos no le faltan. Reconozco que fui yo quien tiró la primera piedra, y la segunda, y las siguientes; mi animadversión hacia él es pública y notoria, y a juzgar por su reacción, el odio es mutuo.
Todo comenzó en el mes de febrero de hace tres años, durante el primer traslado de vivienda. No es lo mismo ver el sofá con cheslón todo peripuesto en el salón, tan modosito él, con sus cojines, la manta para las noches de invierno, un libro dejado como al descuido, los Playmobil de la niña a punto de escurrirse entre las ranuras de los asientos, que tenerlo desmontado en solo dos pieza de un quintal cada una. «Esto es un muerto». «Déjalo aquí y deshazte de él». «Menudo enredo». «Es feo con ganas». Estas y otras lindezas más crudas le dije a mi hija sobre el cheslón cuando comprobé lo pesado e incómodo que era para sacarlo del piso y echarlo a la baca de la furgoneta. A pesar de todo y a regañadientes hice la mudanza, prometiendo que nunca más volvería a transportar aquel armatoste.
Promesa que he incumplido tres años después. Claro, que los improperios contra el cheslón subieron de tono. Ya en la nueva vivienda, advertí con seriedad y contundencia que si alguien me hablaba de un nuevo traslado del cheslón, cogería la motosierra, lo haría astillas, le echaría un chorro de gasolina y le pegaría fuego en mitad del patio. Y eso quizá fue más de lo que el callado cheslón pudo soportar. Pintaba yo una puerta junto a él, que permanecía todavía volcado, cuando, de improviso, la plataforma abatible, con toda la fuerza del muelle, se abalanzó sobre mí tratando de estamparme contra la puerta. Falló por muy poco. Desde ese día cuando paso cerca del odioso cheslón no le quito ojo. Me la tiene jurada. Y yo a él.