Mariano ponía un pie en la calle todos los días, de lunes a sábado, a las 6 de la mañana. Su bar tenía que estar abierto a las 7 para poder dar los desayunos a sus clientes, sin excusa ni demora.
Había nacido para ello, para atender, para hacer sus aperitivos, para charlar con cada cliente habitual. Para él, eso era como una medicina. Preparar los platillos de cada desayuno, alternando cada acompañamiento, una palmera, una plato vacío para unas porras, que habían que servirse en el momento, una napolitana, otro plato vacío y así hasta llenar la barra.
Después venían las comidas, preparadas por su mujer. Comida casera, de la que como hubiera dicho su madre: de puchero de toda la vida, de la que alimentaba el cuerpo y el alma con el sabor de lo tradicional.
Y ya después para su casa para poder descansar hasta el día siguiente con el mismo orden, que no rutina para él. Pasaban los meses, los años, y la vida iba caminando a su ritmo y a sus horas, hasta que una mañana de domingo de septiembre Mariano no puso ya el pie en marcha a las seis de la mañana y no por ser domingo exactamente.