Volvió a casa solo con la sonrisa puesta. Le encantaba caminar de noche, sola, por calles vacías, lo mismo por los rincones de su pequeña ciudad encalada que por las aceras de Aluche.
Aquel día había triunfado. Se había juntado con sus amigas del alma y habían sorteado todo tipo de conversación densa profunda intensa, de esas que sales más kao de lo que entras a ellas. La complicidad era ese gesto banal, improvisado, que te levanta más que el café a la mañana, y que había llenado las horas de risas, silencios y teorías ridículas sobre cualquier cosa. Ya se lo habían contado todo. Habían pasado por mil escenas y personajes. Por cientos de análisis políticos, amorosos, identitarios, metodológicos. Habían cubierto el cupo y ahora les tocaba otra fase del estar juntas. ¡Qué jartura, hermana!, ponía en un parche de su camiseta.
Manu no era la alegría de la huerta. Estaba en el mundo para contrarrestar las fuerzas del positivismo individualista y se le había ido de las manos. Con su mirada de final del día podía derretir los carteles que colgaban en las paredes de las cafeterías, esos de Recuerda: la magia comienza contigo, o Apunta a la luna. Al menos si fallas, aterrizarás entre las estrellas. Era tal su poder que el entrecejo se había fundido en un doblez imposible y sus amigas bromeaban con ponerle un piercing o un cascabel.
Se mudó hace años a la queja y ahora no podía salir de ese callejón. El movimiento hater le había hecho más fuerte; no estaba sola en su asco de existencia. Era quien mejor se contaba la peor versión de su vida. Resonaban, como éxitos machacones del verano, el no me da la vida, mal-todo-mal, muerte y destrucción, esto es una tortura… De vez en cuando un meme le hacía sonreír un segundo, y si era un poquito amargo tirando a corta-venas, cuatro.
Una noche empezó a toser, ya dormida. Notaba la garganta seca, ¡tan seca! Y venga a toser. Buscó la lámpara en la mesita y no atinaba. No estaba en su casa, si no en un hotel urbanita, aséptico, de una gran cadena que no tiene, por supuesto, ni lamparita de luz cálida ni mesita de noche. Quería refunfuñar, quería teletransportarse a su cuarto y maldecir ese viaje imprevisto y atropellado, pero no paraba de toser. Fue a oscuras hasta el baño y deslumbrada, ahora sí, por el tubo de neón, se puso a beber agua del grifo. «¡Qué mala cara!».
La tos le dio un minuto de tregua. Un minuto muy breve para volver a la carga. Decidió darse una ducha bien caliente para desconectar de la tos. Empezaba a funcionar. La ducha era su refugio terapéutico desde muy pequeña. A solas. Sin nadie. A solas con su pésimo estado de ánimo dispuesto a irse por el desagüe en unos minutos.
Se miró a los pies. Los empeines aún morenos por el paso del verano. El agua corría. Y empezó a soltar. A desteñirse. Una descamación entre marrón y gris le caía por el cuerpo, lentamente. Se tocó la barriga. Más escamas. Al inicio, como gránulos pequeños, ligeros. Se rio, imaginando que le quitaban el polvo como a un mueble.
Su vida giraba, justamente, hacía años alrededor de muebles, medidas, reformas y, sobre todo, de hacerse la empática, la estupenda y la más profesional. Era decoradora de interiores ajenos, y también un poco de sus exteriores. Le había salido un encargo en una ciudad pequeña de la costa, al parecer de alguien muy pudiente, que no tenía muy claro cómo había dado con ella. «¡Putos pijos!» , mientras adelantaba un camión. En estos tiempos, la profesión había pasado a ser un chiste de mal gusto. Gentes de toda índole aspiraban a tener un acabado tipo Ikea, eso sí, acogedor y adaptado a su personalidad. Risas de fondo. «¡Pobres seres homogéneos, replicables, intercambiables!». Al menos este trabajo era para una reforma integral de una casa y no un salón diminuto. Tanta sonrisa impostada encontraría su recompensa.
Faltaba media hora para las 7.00. Odiaba madrugar, pero sabía que no podría dormirse de nuevo. Se vistió. Se hizo una coleta alta y se sacudió su caspa grisácea. Al salir del parking, en cuesta, dio un acelerón y casi atropella a un runner. No soportaba la moda de ir de atleta de élite para correr por el barrio entre cacas de perro.
—¡Con lo malo que es correr! Más sin tener ni idea. La gente escucha a dos instragramers-trainers-mierders y ¡alá! A colapsar las calles…
Se dirigió a la zona de la obra. Podría cotillear un poco y respirar aire fresco. Ya no tosía. Le costaba tragar su saliva pastosa, y se debatía entre escupir cada diez segundos o engullir su inesperada miseria nocturna.
El viento cambió. Decidió saltar la valla, asegurándose que no había perro en el interior. Dio una vuelta a la casa, mirando a través de las ventanas. Espacios vacíos. Muros por tirar. Ventanales por abrir. Ojalá la dueña le dejara hacer. Empezaba a imaginar argumentos de todo tipo para convencerla. Ante sus ojos empezaron a rebotar pequeñas motas de tierra. Primero, muy sutilmente. Tanto que dudó si eran reales. Empezaron a sonar contra los cristales y el suelo. Iban engordando. El aire se hizo de ladrillo. En cuestión de segundos, la kalima cayó sobre su cuerpo como una manta en agosto.
Miró a su alrededor, buscando un lugar donde resguardarse. Quería volver al porche, y, sin embargo, se quedó allí quieta, anclada al camino empedrado. Temblaba de arena. Se pasaba las manos compulsivamente por cabeza, hombros, codos, brazos, pecho, abdomen, piernas. Cada vez más cubierta de polvo. Terminaba la secuencia. Empezaba de nuevo. Se pasó las manos por la cara y sentía un freno en cada poro. La descamación. Había vuelto. ¿O no se había ido? Se subió la camiseta. El viento azotaba y ella solo quería ver dónde empezaba la arena y dónde acababa su cuerpo. Pero la frontera había sido derribada. Su piel se desmenuzaba, y, al tiempo, ganaba grosor de tierra y plomo. Hundía las yemas de los dedos en su barriga, sin encontrar resistencia.
Entendió que se deshacía en sí misma, lentamente, en soledad. Más o menos rápido, a capricho del viento. Se fundía con la tierra y las piedras. Se veía a sí misma como polvo en suspensión girando en torno a ella. Salía de sí para caerse encima. Decidió no emitir ningún sonido. Se dejó hundir. Se dejó volar.