Fitzroy Chevalier
La luz de la vela se encendió. Con ella ardían sus sueños en la noche invernal de cada día. Los pies helados, la angustia pronta el cuerpo recorría. Todos dormían. Él solo sentía.
Así empezó uno de sus viajes al País de la Fantasía. Así era su vida, papeles repletos de palabras y anhelos, de emociones saturados, sin salida ni consuelo.
El destino se ponía en su camino, ¿o se oponía? No encontraba ventana abierta que le permitiera volar de aquel agujero en que se encontraba inmersa su mente, su propia mente.
Le torturaba a instantes, sin motivo aparente, la búsqueda de una felicidad que cada vez se presentía más lejana y baldía. Y más necesaria… ¿Cómo iba a sobrevivir sin esa armonía?
Tenía miedo, miedo de no encontrarla nunca, de no buscar suficientemente bien. Miró en todos los bolsillos de su corazón, buscó llaves, claves, pero todo fue inútil. Todo eran enigmas. Tenía miedo de no emprender el vuelo, de no despuntar, de no brillar ni expresar la creatividad de sus vagos sueños. De no ser fiel a su existencia. Todo ilusiones, destellos. Una realidad fatigada que entre los dedos se escurría, tan etérea…
En todo ese hermoso caos, se vislumbraba como rey de algún mundo, su mundo. Un lugar tal vez cercano y apacible, de altas montañas con escaleras de hiedra al cielo, donde las estrellas le susurrarían y le invitarían a conocer todas las respuestas. ¡Y a la Tierra tornaría acompañado de un batallón de luciérnagas!
Sentía que su vida, de algún modo, tenía sentido, debía tenerlo, que por algo y para algo había nacido. Tal vez un algo mágico y majestuoso le había sido encomendado… Tal vez un algo más bien sencillo, mas pleno de sabiduría.
Un mundo de ciencia ficción en que él era el protagonista, artífice de su profecía. Se encontraba a sí mismo frente a un espejo que reflejaba su incansable alma. Tras el espejo, se abría una puerta al cielo. Paseaba felizmente por las nubes. Exhausto, se dejaba caer dulcemente al vacío, liviano, sintiendo el peso de la paz de su mente y atraído por la gravedad de la realidad. Caía sobre un infinito manto de plumas, en el salón de un hermoso y viejo castillo que poseía en lo alto de una colina, junto a un lago de sauces y encinas.
Delirios de grandeza… se decía. Delirios de una noche invernal que tras el otoño se escondía.
Delirios de un idealista.