Tal vez sea ese el quid del asunto: estar separados del mundo. Y ahí, sólo Fini Straubinger, la anciana sorda y ciega de El país del silencio y la oscuridad (1971), podrá comprender el salto en esquíes de Steiner (El gran éxtasis del escultor Steiner 1974), ambas películas de Werner Herzog, porque su existencia está encerrada en una soledad absoluta sólo comparable con la del esquiador en pleno vuelo. «Cada uno para sí y Dios contra todos», se podría decir. Y esta especie de sentencia es parte de un diálogo del filme Macunaima (Joaquim Pedro de Andrade, 1969) que Herzog utilizó como título en su película sobre Kaspar Hauser. Para este cineasta la frase define el sentimiento de soledad del personaje, de una ausencia reflejada en los otros: «Cuando miro a mi alrededor y veo a la gente, siento en verdad que Dios debe tener algo contra nosotros», decía Kaspar a los curas en una escena no incluida en la película. Pero ese dicho expresa también la intención del artista; en el cine de Herzog, «Dios contra todos» indica además el trance eterno del hombre prisionero del mundo, arrojado a fuerzas superiores y en conflicto con una comunidad hostil, en la que de continuo se trama, se conspira.
Es decir, y para tratar de entender el sentido del cine que aquí nos ocupa, uno es el personaje (solitario, excluido, desterrado, estigmatizado, condenado; único; héroe o cobarde, generoso o ruin, con virtudes o sin ellas) incompatible con los demás, contra todos (no olvidar el cine de Martin Scorsese), en pugna por romper el cerco o por dar la espalda a una sociedad carente de comprensión, a los otros, luego igualmente egoístas: «Cada quien para su santo…» Puede tratarse de quien camina a contracorriente, ajeno a modas y actitudes, incluso políticas («los políticos no pasan de ser todos malhechores; no merecen el estatus de estrellas»), rigurosamente fiel a sí mismo; por ejemplo, Antonie Doinel (Jean-Pierre Léaud) álter ego de Francois Truffaut, niega con su anacronismo cualquier interés por su época, se desentiende, desconfía de la moral colectiva (a Truffaut le disgustaba formar parte de un grupo); es protagonista de Besos robados, comedia romántica que podría ocurrir en 1945 y que ignora, contra la atención mayoritaria de entonces, las revueltas juveniles de 1968. O puede ser el impertinente que transita como amigo de nadie entre una y otra película de Billy Wilder, tiranizando o lastimando al de junto, en clara actitud impúdica y amoral, opuesta a cualquier reblandecimiento sentimental.
Con ellos estará a quien se tilde de apartado, raro, anormal, irregular, indecente, excéntrico o chiflado; y podrá ser, por ejemplo, Jean Genet hostigado por la censura luego de filmar a los presos homosexuales en Un chant d’amour (1950), tanto igual como muchos otros cineastas en diversos momentos de su vida: Tarkovski, Pasolini, Nicholas Ray, Orson Welles, Joseph Losey, etcétera, etcétera… Tal como la pareja de Dos hombres y un armario (Roman Polanski, 1957) que salen del mar y retornan a éste con su ropero a cuestas, rechazados por el mundo de los intolerantes, de los uniformados, de quienes detentan las reglas de la «perfección». El extraño («Como extranjero he venido») entre los normales, los mediocres.
Tales variantes, y algunas más, caben en este cine, igual en los géneros clásicos, el filme realista que en el documental. Y, digamos, del par de ancianas que por compasión dan posada a los mendigos para luego envenenarlos, en Arsénico y encaje (Frank Capra, 1944), a la mujer que se prostituye como ofrenda para que su esposo sane, en Rompiendo las olas (Lars von Trier, 1995), sin olvidar al suicida de Fuego fatuo (Louis Malle, 1963) o al androide que asesina a su creador, en Blade Runner (Ridley Scott, 1982), se reconoce un gesto o un sentimiento común: es un cine hecho a partir de la decepción, del desencanto que margina a los personajes de Alain Tanner o que acompaña a Buster Keaton y a los protagonistas de Ingmar Bergman o Stanley Kubrick frente al indecible silencio; esto es, por la certeza de saber imposibles ciertos sueños, la existencia misma. Un cine que se alimenta del pesimismo, que parte del fracaso ante la obsesión de lo absoluto. Son, entonces, películas de un creador que se rebela, por supuesto, contra Dios. Son el autorretrato de quien sabe que estar adentro es estar afuera, sea el compositor Salieri de Amadeus (Milos Forman, 1984) que ofrece su música a Dios por un talento en realidad no recibido, o el capitán Ahab de Moby Dick (John Huston, 1956) que arremete contra el Creador al verlo en la ballena blanca. Separados del mundo, no obstante, a partir de un cine luminoso. En JLG/JLG: autorretrato de diciembre (1994), Jean-Luc Godard escribe: «Yo ya estaba de duelo, por mí mismo, mi propio y único compañero».