La primavera entra pisando fuerte. Sentado en la terraza de un bar, con vistas al río, el sol del mediodía calienta su cara. No lo evita, lo busca. Cierra los ojos. Desea que el calor no se quede sólo en la piel y llegue hasta lo más profundo; su alma. Siente la necesidad de purificarla, pero no tiene remordimientos por lo que ha hecho. Es su trabajo. Un trabajo en el que lleva más de diez años y en el que es valorado por su profesionalidad y pulcritud. Y que no quiere dejar aunque, en ocasiones, su desastrada conciencia se lo sugiera. A sus cuarenta años sigue a la deriva, entre luz y oscuridad, con la mochila siempre a punto.
Sobre la mesa un café y un libro que acaba de comprar. Abre los ojos. Su mirada se detiene, unos minutos, en un par de piraguas que cruzan el río. Le da un sorbo al café y empieza a leer el libro; violencia, crimen, corrupción. El ambiente sórdido de la novela negra. Un escritor puede cometer infinidad de asesinatos en la ficción de sus historias. Él, por costumbre, se adentra en la lectura cada vez que acaba un encargo. Un libro más en su biblioteca, una muerte más en su currículum.