Aunque nunca le perdonaré que se sintiera decepcionado al ver a Audrey, en vez de a Marilyn, encarnando a su Holly Golightly –en realidad, a la frágil Lula Mae-, puedo llegar a ponerme en su lugar. Cuando se concibe a un personaje, al que se ve madurar página a página, resulta complicado obviar la imagen tan real que creas de él o ella. Al parecer, Holly no surgió de la nada, sino de la reminiscencia de Lillie Mae, su madre; una mujer muy hermosa, pero inestable. De cualquier modo, Audrey Hepburn consiguió que la joven que tenía días rojos, que sentía miedo y no sabía por qué, fuera eterna. Supongo que Capote no contó con eso.
A principios de enero, alguien me regaló los “Cuentos completos” de Truman Capote, aquellos publicados entre 1943 y 1982; algunos, en revistas. Hacía tiempo que una serie de relatos reunidos no me suscitaba tanto interés. Quizás, su sencillez o, tal vez, su verosimilitud extraña y compleja, atrapan a un lector ávido de esas sensaciones que sólo remueven los personajes que nacen en un contexto concreto y que, si tratas de apartarlos de su origen, desaparecen o, en el peor de los casos, pierden su brillo. Truman Capote transforma su dura infancia y sus conflictos en píldoras de genialidad, eliminando sentimentalismos baratos y dosis de sucedáneos psicoanalíticos. ¿Quién dijo que un escritor no podía hablar de sí mismo en sus obras? Si lo hace como él, bienvenido sea.
Truman Capote nació en Nueva Orleans y se crio con unos parientes en una pequeña ciudad de Alabama; ya que, tanto su padre, como su madre, lo abandonaron por diferentes motivos. Considerado por la crítica como un discípulo de Poe, publica “El harpa de hierba” (1951), “Desayuno en Tiffany´s” (1958) o “A sangre fría” (1966), entre otras novelas; así como, multitud de cuentos y guiones para célebres películas. Artífice del nuevo periodismo, se codeó con celebridades y millonarios, a los que retrató sin tapujos en el papel. Esto le supuso la repudia social y un declive paulatino que culminó en una salud quebradiza, en parte provocada por sus continuos excesos. Aun así, simplificarlo con su famosa cita “soy borracho, soy drogadicto, soy homosexual, soy un genio”, no sería justo.
Puede que Capote merezca ser un omnipresente en la Historia de la cultura del siglo XX.
Tres de estos cuentos, “Un recuerdo navideño” (1956), “El invitado del día de Acción de Gracias” (1967) y “Una Navidad” (1982) mantienen un nexo común, cuyos protagonistas son él mismo y la señorita Sook, una tía abuela materna con la que compartió complicidad, juegos y lo más parecido al afecto, teniendo en cuenta que en el caserón familiar sus únicos referentes eran adultos muy mayores para ejercer de figuras paternas y demasiado ocupados en sus asuntos económicos. Esta mujer de más de sesenta años, que disfruta cocinando tartas de frutas y enviándolas a todo el que estima como una buena persona, entrañable y pueril, más amiga de los niños que de sus iguales, sin ambiciones ni lujos, es la única que aporta cordura a un niño perdido, que ni siquiera tiene una idea muy clara de lo que significa querer. Sin rodeos, Capote habla del acoso sufrido por algunos muchachotes del pueblo, cuando le pegaban por ser un “marica”. Sin embargo, su discurso no es condenatorio, sino narrativo; no busca culpar a sus agresores, tan sólo lo utiliza como hilo conductor en su trama. La señorita Sook es su eje y el simple hecho de pasar unos días sin ella, para ir a ver a su padre a Nueva Orleans, le genera desasosiego y tristeza. Puede que los demás la tachen de loca, pero este ángel de ropas raídas es protector y buen consejero, cuando le advierte bien segura que “sólo hay un pecado imperdonable: la crueldad deliberada”[1]CAPOTE, Truman. 2004. Cuentos completos. Barcelona: Círculo de Lectores, p. 301.
“Un visón propio” (1944) y “La ganga” (1950) podrían ser el mismo relato escrito en diferentes épocas, con hechos idénticos, pero perspectivas ligeramente desemejantes. El visón no es más que un símbolo, las personas convertidas en despojos cuando dejan de tener dinero y de relacionarse con la alta burguesía. A veces, el cambio es fortuito; una guerra o un divorcio mal gestionado. El caso es que esa prenda ya carece de valor y, ni los más allegados, pueden comprarla. No vale nada. El autor ataca abiertamente a una élite que sólo sonríe si las cuentas de tu collar son perlas auténticas. En el caso de sufrir un revés, te negarán el brindis en su mesa. Quizás, todos podríamos ser así dadas las circunstancias.
De una forma parecida, abarca la misma temática en “Las paredes están frías” (1943), en el que dos mundos se tocan y se repelen en una fiesta, en un apartamento de una niña rica. La llegada de unos marineros tambalea el equilibrio perfecto de la anfitriona, en una mezcla de deseo y repulsa. Ya lo planteó Daryl Bem en su teoría sobre la atracción sexual, conocida como “lo exótico se vuelve erótico” y, aunque ésta estaba muy restringida a la orientación sexual, puede tener cabida en este tipo de situaciones, donde un comportamiento poco usual en tu entorno es más poderoso que otro hartamente observado. Antes o después, los polos opuestos seguirán siendo opuestos. Para ella, el calor de hogar es vivir sin preocupaciones; para un viril marinero que pide disculpas, unas paredes frías nunca podrán transmitirle confortabilidad.
De todas maneras, no es posible hablar de sus cuentos y no nombrar “Miriam” (1945), donde la incertidumbre acorrala a su víctima –la señora Miller y el lector, al mismo tiempo-. Capote rompe la cotidianidad de una vida monótona, tranquila, sin sobresaltos, con simplicidad y exactitud de cirujano. A través de una niña de apariencia frágil y reacciones inesperadas, logra embaucarnos y aceptar una encrucijada que no resolveremos en modo alguno. Este relato de corte psicológico nos seduce y perturba a partes iguales, ya que la chiquilla muestra una seguridad que apabulla y merma las intenciones de autoridad de cualquier adulto. Al final, nos preguntaremos quién es -¿la muerte?, ¿la misma señora Miller?-, por qué aparece, en qué momento la protagonista deja de tomar las riendas. En una línea parecida podemos situar “Un árbol de noche” (1945), “El halcón decapitado” (1946) o “Profesor miseria” (1949), en los que la angustia y la falta de control son los componentes fundamentales.
También, aparte de Poe, lo han comparado con Faulkner. Supongo que a todos los grandes escritores les sucede igual, como si buscando en sus antecesores pudiéramos hallar la fórmula del don, del talento o de otro sinónimo que nos parezca apropiado para hablar de maestría, singularidad y belleza –sí, belleza, en definitiva-.
No sé por qué el color azul tiñe la mayoría de estos cuentos, ya sea en amaneceres o en recuerdos, pero cuánto me gustaría saber cómo era un día azul en la vida de Truman Capote.
Título: Cuentos completos |
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Referencias
↑1 | CAPOTE, Truman. 2004. Cuentos completos. Barcelona: Círculo de Lectores, p. 301 |
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