Desde hace tres semanas tenemos nuevo vecino en la calle; un octogenario al que cada mañana, cuando salgo a caminar por los alrededores del pueblo, saludo en el descuidado parque que nos ha tocado en desgracia. Siempre lo encuentro hablando por teléfono, habitualmente de política; lo hace con voz fuerte, sentando cátedra en su análisis de la situación y en las soluciones que, al parecer, tiene para todos los males del país. A veces habla con una mujer, tal vez una antigua novia, amante o exmujer (quizá no siempre la misma); conversaciones en las que comenta relaciones habidas, días mejores, noches de hombría; se atreve incluso a proponer citas: una invitación a cenar, un paseo por la playa, ir a ver una película o quedar para tomar una copa. Sé todo esto porque desde que él está me entretengo en el parque a hacer unos estiramientos a los que presto poca atención, pues la mantengo en las conversaciones que el viejo se trae.
Cada día, cumplida mi hora de paseo matutino, de vuelta por el parque, encuentro al hombre pegado al teléfono con su monólogo, pues a penas percibo silencios de escucha. Debe de tener una tarifa de voz ilimitada. Hoy, en cambio, no habla, sí busca entre los hierbajos del parque. Me detengo a su altura y le pregunto. Me dice muy apurado que ha perdido el móvil. Le ayudo en la búsqueda. Cuando lo encuentro me quedo con él en la mano sin saber qué hacer o decir. El viejo me lo coge de la mano, me da las gracias y reanuda una conversación que, sin duda, ha dejado a medias. Me marcho del parque perplejo, apenado, y un tanto avergonzado por haber fisgoneado en las conversaciones que el hombre mantenía con una funda vacía.