Suspiró profundamente y recogió dos cubiertos que se le habían caído. Eran ya dos juegos de cuchara, tenedor y cuchillo: la cosa estaba empeorando. Volvió a colocárselos disimuladamente sobre el torso bruñido, pero el tintineo metálico –o quizás el suspiro− había llamado la atención del encargado. Tuvo miedo. Si le delatase no podría ocultar que estaba perdiendo sus poderes magnéticos, y dónde iría después de veinte años en el escaparate de la misma ferretería, contemplando la cara embobada de los chiquillos y la mirada apreciativa de los caballeros… El hombre de hojalata suspiró de nuevo, ahora calladamente, y maldijo el momento en que había deseado un corazón.