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Los pequeños tratados de Paulhan se nos ofrecen a cierta distancia: seguimos de lejos la fresca dialéctica de un Sócrates de provincias. Este es el encanto, similar al que todavía ejercen esos diálogos filosóficos que permanecen entre los logros duraderos de la era clásica. El tema importa poco ahora, a menos que resultara extraño, y no es el caso. No, lo cierto es que realmente nos conmueve el escenario impreciso, rosal o huerto, los seudónimos helenizantes, la exquisita cortesía de los interlocutores. ¿Qué quedaría, por ejemplo, del idealismo de un Berkeley sin la fuente y la eufonía del nombre Filonús?
Así estudiamos la obra de Paulhan y el juego empieza por donde más nos atañe el fenómeno literario como tal. Por el nombre: Las flores de Tarbes o El Terror en las Letras. Y así también, entendiéndolo en todas sus implicaciones, la tarea se torna dificultosa, en la medida en que supone «una preocupación constante por el lenguaje»[1]PAULHAN, Jean. 2010. Las flores de Tarbes o el Terror en las Letras. Madrid: Arena Libros, p. 129. Es menester aquí una virtud pedagógica que nos permita definir el vocablo Terror, pero es aquel un término central henchido de polisemia: el lector no siempre tiene la certeza de qué se entiende por Terror (Terror en Paulhan, o quizás Terror histórico, o tal vez Terror en el sentido más global de resistencia frente al texto, etcétera).
Empero, de limitarnos a lo que se percibe a simple vista, el Terror, metáfora de origen histórico, llevaría con Paulhan un fuerte anclaje literario: hay que relacionarlo con la crisis del lenguaje que el escritor ve aparecer en el período de entreguerras. Su libro aboga por la originalidad a toda costa. Lo inédito, ya sea en el orden de las ideas o en el plano lingüístico, se opone al significante para dedicarse únicamente al significado: «el Terror admite sin más que la idea es más valiosa que la palabra y el espíritu que la materia»[2]Ibíd., p. 58-59. Para aquellos a quienes Paulhan llama «terroristas» (Rimbaud, Apollinaire y Joyce), el lenguaje resulta peligroso, si lo entendemos desde el pensamiento. A estas personas les llama, por consiguiente, «misólogos», neologismo acuñado por el autor, y que Quignard, en El misólogo, nos ha vuelto a recordar que «escribir deshace los libros como leer los sacrifica»[3]QUIGNARD, Pascal. 2016. «El misólogo», en Pequeños Tratados I. Madrid: Sexto Piso, p. 43. De hecho, esos terroristas quieren que la literatura haga que la gente olvide que es, sin otra cosa, literatura.
Paulhan nos desconcierta, como toda aquella escritura que, a decir de Sade, dicta el terror o la esperanza[4]SADE, Marqués de. 1971. Ideas sobre la novela. Barcelona: Anagrama, p. 33. Lo hace una y otra vez, al señalar que la conciencia se dirige indefectiblemente hacia las Flores. Entonces la escritura, toda sin excepción, es un acto de terrorismo, ya que cada autor, pese a sus pretensiones, hace descansar dicha escritura sobre las flores de la elocuencia. Lo que parece entonces hacer a la literatura imposible es, al mismo tiempo, su condición de posibilidad. La literatura sólo es posible contestando aquello que la hace ser, de tal forma que lo que el libro de Paulhan supone es más una revolución copernicana, kantiana, si se quiere. Blanchot nos ha dicho ya que existía un libro secreto en Las flores de Tarbes[5]BLANCHOT, Maurice. 1977. Falsos pasos. Valencia: Pre-Textos, p. 94 y así es como Paulhan devuelve a la retórica sus dotes de nobleza. En el corazón de aquella, Paulhan insiste en el papel beneficioso de los lugares comunes. Este interés por los lugares comunes es antiguo y se remonta a la época en la que, como profesor en Madagascar, se entusiasmó por las justas oratorias malgaches que siempre terminaban con el uso de proverbios, que eran como la punta de la justa y que generaban la adhesión de todos. Según Paulhan, los lugares comunes, lejos de traicionar la idea o tratar sólo con el lenguaje, por el contrario, permiten un acceso directo a la idea ya que la expresión se desvanece y el significado es inmediatamente comprensible para el lector.
Pero Paulhan no se deja engañar por esta doble partición entre dos tendencias del lenguaje. Sabe que el Terror o la Retórica son, en todo momento, susceptibles de metamorfosearse en su opuesto, siempre que estén dispuestos a espolearlos hasta el límite, hacia su conclusión lógica. De ahí la búsqueda de Paulhan de un camino intermedio: lo que él llama Constancia, que consistiría en un retorno a la Retórica bien entendida: «puedo imaginar, a pesar de todo que de una vez por todas la obsesión sea exorcizada y el lenguaje dominado, que la Retórica suceda a los disparates, y la Constancia al Terror»[6]PAULHAN, Las Flores, Op. Cit., p. 126. Parece entonces que nuestro Paulhan quería escribir un nuevo Discurso del Método, una base sólida para refundar el lenguaje entonces en crisis. Sin embargo, la idea de Constancia es más un objetivo, más un vector que una solución factible. El hecho de que los demás volúmenes que debían suceder a las Flores (teniendo en cuenta la omnipotencia de la Retórica para proponer un intermedio) nunca fuesen escritos, como así ocurrió, corrobora este vacío de la tercera vía prevista. Desde el principio, entonces, la dificultad del enfoque paulhaniano anuncia la superación de la dualidad Terror/Retórica, que no se ha logrado en la práctica. Partiendo de este postulado, es posible centrarnos en la noción de Terror, que monopolizó el pensamiento de Paulhan, ya que su mayor cuestionamiento se refería al lenguaje y sus efectos, y el Terror deconstruía el lenguaje, bien fuera literario o simplemente cotidiano. En Las Flores… se buscará un método, una clave capaz de conciliar el conocimiento, el método y la Retórica por un lado, la experiencia, el acontecimiento y el Terror por otro. Es la búsqueda de esta llave secreta la que nos guía.
Ante la imposibilidad manifiesta de definir la noción de Terror, sólo podemos examinarla desde dos ángulos complementarios, a saber, la forma en que Paulhan la aplica en toda su obra, pero sobre todo la forma en que aquella impregna la obra. El Terror, quizá por eso que Stoekl llamará «retórica de mala fe»[7]STOEKL, Allan. 1992. Agonies of the Intellectual: Commitment, Subjectivity and the Performative in the Twentieth-Century French Tradition. Nebraska: University of Nebraska Press, p. 150, deja huella en todo el texto como si no hubiera lenguaje. No podemos hablar de Terror en la obra como un dentro de sino como un en que signifique hacia, en dirección a. El primero habría identificado el Terror con un tema sencillo y eso sería erróneo, dado que se trata aquí de entender la huella del Terror, ya que éste actúa en profundidad en la obra de Paulhan, a veces –quizás- sin su conocimiento. Hay teoría, poética y ética en ese Terror, entonces. Definición, primero, para lo teórico. Lo poético estará, por su parte, ligado a la cuestión del método del acontecimiento en Paulhan y su crítica del arte. Por último, el aspecto ético será doble: se referirá a la posición del autor durante y después de la Ocupación, pero sobre todo a la ética de lectura que supone la obra.
Debemos tener siempre presente este doble plan: Jean Paulhan nunca disocia lo real y lo figurativo; lo que es sólo una cuestión de acontecimiento y experiencia se transmutará en la experiencia de la lectura. Ya que el acontecimiento excede el lenguaje, traducirlo es imposible: es sólo, a decir de Blanchot, una ilusión óptica que deja al escritor prisionero de un lenguaje confuso[8]BLANCHOT, Maurice. 2007. Chroniques littéraires du «Journal des débats»: Avril 1941 – Août 1944. Paris: Gallimard, p. 92. En ausencia de representación, Paulhan nos conduce a una presentación de los misterios de lo real (misterios de la poesía, de la experiencia propia, de la obra de arte, del secreto). Por lo tanto, todo lo que está en marcha –en œuvre, diríamos en francés corriente- estará también en la obra. Paulhan no ahorra nada a su lector y experimenta métodos, forja hipótesis, sin ignorar que algunas de ellas no siempre llegan a un resultado eficiente. El lector resulta agraviado por el escritor, como si no hubiera lenguaje: se le obliga a comprender un razonamiento complejo, pero a veces se ve defraudado en su expectativa porque el texto se convierte a veces en terrorista cuando se suponía que sólo era retórico. Hay aquí, pues, un misterio desplegado de escritura, porque lo que importa es la experiencia y si ésta logra, o no, superar la dicotomía Retórica/Terror: «hemos llevado el terror hasta el final, y hemos descubierto la Retórica»[9]Ibíd., p. 124.
Pero es que en el contexto de la crisis epistémica descrita en la introducción, que Paulhan llama Retrato del Terror, nace el deseo del escritor de buscar un método que asegure un significado compartido.
Por su correspondencia con Ponge, sabemos que esto es lo que deseaba. La ambición de Paulhan es, en el fondo, tratar de explicar el misterio de toda la literatura, desamarrar lo verdadero de lo falso, proponer un texto lógico sobre tal cosa. Sin embargo, fracasa. Partiendo del lugar común del vínculo indisoluble entre el fondo y la forma, Paulhan lo cuestiona y concluye que es cierto. Por lo tanto, no se puede separar la clave del lenguaje y la clave del significado. Aunque su libro no es más que un fallo a medias, en la medida en que su autor pone a prueba un lugar común y se lo apropia a sabiendas (ambición realizada de la Constancia). Es decir, que el Terror que lo había comprometido a disociar significante y significado no tuvo éxito. El texto, con su efecto poético, es al final, él mismo, la clave buscada; no explica el misterio, no da pruebas de ello. Más bien, al limitarse a reinvertir el más común de los lugares comunes en la literatura, manifiesta este misterio, le da cabida, lo pone a prueba. Nada va más allá de su vocación de ars poetica como para convertirse en catártico y anclarse en la Historia de la Ocupación contemporánea. Por lo tanto, método y poética no son exclusivos sino complementarios.
Como si no hubiera lenguaje.
Y entonces surge el desorden, la intemperancia. Aquí el impacto del Terror es más visible. Lo que podría decirse narración etnográfica se desvía gradualmente hacia el mito. Pasamos del rito al mito en esta narrativa paulhaniana. Lo que fue una vez pronunciado como un método nos lleva a un desvío de significado. El Terror se cuela y hace de este texto un algo abierto, que recibe múltiples explicaciones de su propio autor. La duda final sobre la violencia deja la sombra del Terror en su sentido histórico, por eso quizás el gran André Gide lo ha comparado con Les Coups, de Meckert, por su descripción de la violencia del sistema contra el individuo[10]GIDE, André. 1972. Journal 1939-1949. Souvenirs. Paris: Gallimard, p. 112. Podríamos estar en el camino de Pierre Assouline, que se refiere a lo que impulsa a Paulhan en su actitud como una cierta idea de la literatura, siendo el resto una cuestión epifenoménica[11]ASSOULINE, Pierre. 1996. L’Épuration des intellectuals. Paris: Complexe, pp. 80-90, y, sin embargo, permanecemos del lado de Milne, que presenta a Paulhan como alguien que se rebela contra las diversas formas de extremismo literario y político de la izquierda y la derecha: sus teorías del lenguaje y la política se oponen, así, a las sangrientas promesas del terror revolucionario de los comunistas y las purgas de posguerra y la retórica conservadora de los fascistas y los monárquicos[12]MILNE, Anna-Louise. 2006. The Extreme In-Between: Jean Paulhan’s Place in the Twentieth Century. London: Legenda, p. 150. El acontecimiento escapa a la enunciación, el rito se convierte, según las hipótesis, en inexplicable. Estilísticamente, la metalepsis oscurece las cosas y conduce a sucesivas reversiones que enmascaran el significado más de lo que lo hacen explícito. El Terror va más allá de cualquier traducción o representación y pone a prueba el texto más de lo que agota.
«¡Ah, solitario!», clamará el joven platónico en el primer tratado de Pontus de Tyard. Esta dulzura eleva el alma y no tanto la furia, aunque sea éste el tema del diálogo. Lo mismo sucede con Las flores de Tarbes o el Terror en las Letras: su encanto es, ante todo, la evocación de una ciudad en la que nada llama la atención salvo el rugby y su jardín público. Así es que no hay nada en este libro que sea para el lector de hoy un descubrimiento. Lo contrario, más bien. Pero era necesario escribir este libro y los documentos que lo rodean. Con ello, Paulhan puede haber pasado por un pensador original, por un pensador algo paradójico y rebuscado. Lo que nos llama la atención ahora es que en el mundo de la literatura, en Francia, en los años 20, 30 y 40, Paulhan fue el único -junto con Valéry- que arrojó algunos destellos de luz sobre la retórica y la lingüística, uno de los pocos que expresó dudas sobre la verosimilitud de los discursos que se hacían entonces sobre la literatura, sobre el escritor y sobre la lengua. Por lo tanto, nos sorprende menos el conocimiento de Paulhan (tan ligero, por cierto, en este campo) que la ignorancia y la ceguera que le rodeaban en Francia en ese momento, e incluso dentro de La Nouvelle Revue Française, que él mismo dirigiese. Las Flores de Tarbes no tuvieron una posteridad inmediata: los manifiestos, las disputas que ocuparon el período de posguerra fueron tan terroristas como los del período de entreguerras. Paulhan usó su ironía en detrimento de la ideología literaria de Sartre, que entonces eclipsaba, malgré tout, el resto.
El Terror reina como si no hubiese lenguaje. Es cierto que nunca deja de ejercerse en las Letras, como en todas las actividades que entran en el ámbito de lo que se ha llamado, en definitiva, el principio del placer. Pero también pesa sobre aquellos que se nos dice que caen bajo el principio de la realidad. La literatura está sujeta a estos dos principios. Un Terror tan equitativamente distribuido es de poco interés para lo poético, preocupado sobre todo por las condiciones específicas de la producción literaria. Porque los terroristas de Paulhan no son censores ordinarios que, en nombre de la ley y la paternidad, imponen normas y mutilaciones. No reivindican una doctrina formulada y vinculante (ya sea en nombre del bien común, de la salvación eterna o de la clase dirigente), de modo y manera que este Terror tiene poco que ver con el impuesto por Rosenberg, Zhdánov o Mao. Sólo comparte este rasgo, común a todos los Terrores, que consiste en privilegiar el mensaje en la literatura en detrimento del código, e imponer a la escritura ciertos imperativos ajenos al arte literario.
Entonces, y debemos terminar este comentario, a riesgo de devenir terroristas nosotros también, antes de tiempo, si lo que Paulhan llama Terror no se ejerce en beneficio de una dictadura, ¿se está entregando, acaso, al abuso lúdico de una noción seria? El Terror de Paulhan no deporta, no dispara, no fuerza palinodias humillantes, no recurre a asilos para los locos. ¿Sería la denuncia de Paulhan apenas una sutileza de la estética que tiene el efecto -aunque sólo sea indirectamente- de reforzar la ideología reinante, una maniobra reaccionaria enmascarada bajo una apariencia benigna, agradable e inofensiva? Al comenzar, decíamos que se trata de escuchar precisamente lo que Paulhan quiso decir con Terror, una palabra tan llena de connotaciones acaloradas que nos lleva inmediatamente al estrépito, a la errancia. Porque todos somos, si se nos provoca, apasionados terroristas y antiterroristas. Sin Terror -en el sentido vago y mágico que esta palabra tiene en Francia-, ¿quién querría vivir y, sobre todo, escribir?
El terror es lo que confiere el fuego y la llama, el horror y el disfrute, a nuestra vida de tinta. Los torturadores y las víctimas, las corridas de toros, las bayonetas, los alambres de púas, el abuso y el éxtasis nos dan un placer ficticio. Y por eso sería instructivo analizar el desgarro de nuestro pensamiento, de nuestras emociones, entre los dos cabos –apolíneo y dionisíaco- que pueden ser designados por los nombres de Paulhan y Bataille: escritores aterrorizantes, aterrorizados y sendos hombres de letras. El lingüista bloqueado y el vergonzoso archivero, editores de revistas y directores de conciencia, unidos por el erotismo. Por ahora hemos sucumbido al delirio, y la definición de Paulhan de Terror resulta muy necesaria. Tal vez sería jocoso decir que el Terror es todo lo que está entretejido en la paradoja: «No hay libertad para los enemigos de la libertad», en pavorosa máxima de Saint Just, si por libertad entendemos la libertad de expresión, que conduce, por cierto, al disfrute sólo en la medida en que está amenazada e incluso reprimida. También es necesario insistir en la expresión, con lo que se entendería que el texto debe tender a la transparencia: un espejo unidireccional que permita al lector captar en su autenticidad desbordante a la persona que le habla en el mismo momento en que ésta se revela.
Pero no es posible hablar más del nombre, de ese Terror que, como gran palabra, queda exonerada por Paulhan. Caben no pocos análisis más y el espacio es ya muy reducido. Sin embargo, la pregunta sigue siendo más actual y la evidencia lógica y lingüística es menos relevante. El Terror influye sobre nuestras reacciones inmediatas, en nuestros chismes diarios, en todo lo que es la huella indeleble en nosotros de un pensamiento arcaico convertido en doxa. Es sobre todo eso, aunque sabemos perfectamente (¿y quién lo ha ignorado?) que las palabras como tales, y especialmente fuera de contexto, están desprovistas de poder mágico, pero aún así conservan su poder de ilusión en el contexto, si el contexto es propicio para ese poder. De hecho, la naturaleza misma de la literatura consiste en establecer una plausibilidad autónoma, el lenguaje literario -la expresión de los deseos ocultos, de la vida oscura- es la perversión del lenguaje, es «el Terror que se desata al final en las Letras»[13]BATAILLE, Georges. 2019. L’expérience intérieure. Paris: Gallimard, p. 173, nos dirá Bataille, en un instante último de su experiencia interior. Guiño del archivero a su otro amigo pensador.
Podríamos seguir hablando, entonces, gracias al Terror que nos hace temblar, pensando en si, quizás después de estas líneas, ya no podremos hacerlo. Porque es cierto que el Terror se cuela y la cerradura resiste a la llave… como si no hubiera lenguaje.
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Referencias
↑1 | PAULHAN, Jean. 2010. Las flores de Tarbes o el Terror en las Letras. Madrid: Arena Libros, p. 129 |
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↑2 | Ibíd., p. 58-59 |
↑3 | QUIGNARD, Pascal. 2016. «El misólogo», en Pequeños Tratados I. Madrid: Sexto Piso, p. 43 |
↑4 | SADE, Marqués de. 1971. Ideas sobre la novela. Barcelona: Anagrama, p. 33 |
↑5 | BLANCHOT, Maurice. 1977. Falsos pasos. Valencia: Pre-Textos, p. 94 |
↑6 | PAULHAN, Las Flores, Op. Cit., p. 126 |
↑7 | STOEKL, Allan. 1992. Agonies of the Intellectual: Commitment, Subjectivity and the Performative in the Twentieth-Century French Tradition. Nebraska: University of Nebraska Press, p. 150 |
↑8 | BLANCHOT, Maurice. 2007. Chroniques littéraires du «Journal des débats»: Avril 1941 – Août 1944. Paris: Gallimard, p. 92 |
↑9 | Ibíd., p. 124 |
↑10 | GIDE, André. 1972. Journal 1939-1949. Souvenirs. Paris: Gallimard, p. 112 |
↑11 | ASSOULINE, Pierre. 1996. L’Épuration des intellectuals. Paris: Complexe, pp. 80-90 |
↑12 | MILNE, Anna-Louise. 2006. The Extreme In-Between: Jean Paulhan’s Place in the Twentieth Century. London: Legenda, p. 150 |
↑13 | BATAILLE, Georges. 2019. L’expérience intérieure. Paris: Gallimard, p. 173 |