Recién despierta del dulce sueño de la cocaína –ni los niños se creen ya lo de la manzana envenenada y no me llamo Blancanieves por un capricho del santoral–, veo siete hombrecillos llorosos. Para evitarme los reproches de mi príncipe azul planeo engatusarles para que den testimonio de mi inocencia, con tan mala suerte que me dirijo a Mudito. Gruñón acepta en nombre del grupito, pero a cambio tendré que limpiar la casa y hacerles la comida. Eso era todo lo que el futuro me deparaba: ser la chacha de unos mineros jubilados. Un buen día descubrí que ocultaban diamantes sin declarar a Hacienda y me propuse aliviarles de ese problema, pero cuando intentaba quedarme a solas con Dormilón me topaba con la suspicaz sonrisita de Sabio. Fue Tímido el que ideó el plan después de dedicarme muchas miradas lánguidas. Y hubo final feliz; no fue difícil fingir un robo y volar a Acapulco con el botín, donde a falta de perdices nos desayunamos con champán y langosta todos los días.