Resulta cuanto menos curioso que cien años después del nacimiento del escritor Adolfo Bioy Casares haya terminado de leer esta tarde La invención de Morel en la silla reclinable de un hospital del sistema de sanidad público de la Comunitat Valenciana. No dejará de resultarme un gesto casi heroico que un libro sobrepase los límites del tiempo, que se repita la lectura cada cierto tiempo de las mismas frases, las mismas palabras, las mismas sensaciones. Como si una novela fuera también una especie de artilugio para la eternidad.
(Octavio Paz, Julio Cortázar o Nicanor Parra también nacieron en 1914), sin duda uno de los grandes escritores latinoamericanos del siglo XX. Hoy que la narrativa fantástica y, sobre todo, el género policial vuelven al candelero, es un buen día para reivindicar el papel de Bioy Casares en la conformación de los géneros en la narrativa latinoamericana. Su amistad con Borges y su matrimonio con Silvina Ocampo resultó una fuente inagotable de entrevistas, ensayos y relatos escritos en colaboración.
Frente a otros escritores marcados en la segunda mitad del siglo XX y arañado por la sombra eternamente amenazante de su amigo Jorge Luis Borges, la producción narrativa de Adolfo Bioy Casares navega entre la discreción de su obra gruesa y la genialidad de su novela inicial, La invención de Morel, publicada en 1940.
Sobre ella, Borges escribe en el prólogo de la edición de EMECÉ: “He discutido con su autor los pormenores de su trama, la he releído; no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta”. El relato se mueve entre lo fantástico y lo policial, cuando el narrador escribe su propio relato. Acusado de asesinato, huye de Caracas y termina en una isla desierta, recordando a Stevenson, donde sobrevive en soledad. Sin embargo, en el museo donde convergen los pocos vestigios de civilización, el protagonista topa con unos personajes extraños de quien cree esconderse. Faustine, francesa de belleza indescifrable, cautiva la atención del personaje, que se enamora de su imagen. En varias ocasiones trata de buscar el encuentro y en todas ellas recibe la ignorancia por respuesta. Hasta que descubre la verdad de la isla y el artilugio de que construye Bioy-Casares. Morel había construido una máquina proyectora que tratara de simular todos los sentidos humanos, capaz también de aprehender el alma de las personas reflejadas. Todo era una ilusión, Morel había grabado una semana de la vida de los personajes para proyectarla eternamente en la isla.
La angustia de Morel se transforma, ya no es tanto el temor a ser descubierto, la dificultad de asumir una posible salida de la isla. El problema es que se ha enamorado de una imagen, de un fantasma que toma el sol todas las tardes, pero no puede escucharlo. ¿Quién es Faustine?¿Seguirá viva?¿Existirá de verdad? El protagonista procura grabarse al lado de ella para salvar la eternidad y repetirse en la isla eternamente. Aunque nunca hayan hablado, aunque nunca se hayan tocado.
Enamorarse de una imagen y dolerse del engaño, mientras el sol cae por la ventana en el Valle del Vinalopó y poco a poco el olor a sopa invade esta habitación de hospital donde debo llevar sentado toda la eternidad.