Cuando conocí a Candela, yo llevaba trabajando en la residencia cuatro años y, hasta entonces, no había vivido una historia igual con ninguno de los ancianos a los que atendíamos allí. Estuvo poco, no más de cinco meses y, sin embargo, cuando se fue me pareció estar despidiendo a una parte de mí.
—Eres igual que mi nieto Luis.— fue lo que me dijo la primera noche que me tocó darle la medicación.
—Entonces, seguro que su nieto Luis es muy guapo.— bromeé mientras la ayudaba a incorporarse.
—Por supuesto que lo es.— me respondió fingiendo estar muy ofendida. Después, nos sonreímos cómplices.
—Vamos Candela, tómese las pastillas.
Era tan frágil… Pasaba escasamente del metro cincuenta. Tenía el pelo blanco, blanquísimo como la nieve. Y siempre llevaba los labios pintados de rojo. Era delgada y ágil. Una tarde de tantas que pasamos juntos, me contó que de joven había sido patinadora profesional y que, hasta que decidió casarse con su querido Joaquín, había sido profesora de patinaje. Después llegaron los niños, cuatro en concreto, y tuvo que dejar las clases. Me contó tantos secretos, sentada en su mecedora. Pronto dejé de ser Javier, el enfermero, y me convertí en Luis, su nieto. Al principio, la corregía cuando se esforzaba en hacerme recordar anécdotas y aventuras que habíamos vivido en “mi” tierna infancia, pronto dejé de hacerlo.
—Tu madre casi me mata aquel día, Luisito, por haberte dejado jugar y revolcarte por el suelo con la camisa nueva. Creo que nunca conseguimos quitarle aquella mancha.— añadió pensativa, mirando hacia el suelo y sujetándose la barbilla.— ¿No te acuerdas, cariño? ¡Los dos tuvimos que aguantarnos la risa con la regañina!
—No, no me acuerdo abuela.— Era la primera vez que la llamaba así.
Y de este modo, fueron pasando las semanas. Yo siempre iba al trabajo temprano si me tocaba el turno de noche, para poder estar con ella, antes de que tuvieran que irse a dormir. Y cuando estaba de mañanas, me quedaba a tomar un té después de comer. Le leía poemas, era una apasionada de Neruda. A veces, incluso me pedía que le transcribiera algunos versos que se le venían a la cabeza, tan inquieta como su alma. «Escríbelo tú, que lo haces más rápido y tienes una letra muy bonita, Luis».
Por lo visto, hacía años que el verdadero Luis se había ido a Australia y entre cuestiones familiares y de trabajo, volvía muy poco a España. Me lo contó su madre, la hija de Candela, una vez que vino de visita. Era el único nieto que tenía. Cuando Candela me llamaba Luis en presencia de su hija, esta le seguía la corriente. Los dos convenimos que a nadie hacía daño aquella pequeña confusión.
La última noche fue dura. Yo había estado todo el día con malestar. Puede parecer raro, pero después de muchos años trabajando de enfermero en aquella residencia, me di cuenta de que tenía una especie de poder. El día que alguno de los pacientes nos dejaba, algo en mi interior lo predecía. Con Candela me ocurrió lo mismo. Me senté a su lado, en la cama, la cogí de la mano y me limité a dejar que el silencio hablara. Ella lo rompió. Me indicó con un gesto que me acercara y en un hilo de voz, me susurró:
—Gracias, Javier, por hacer feliz a esta abuela.— Siempre lo había sabido, me lo dijo su mirada de miel.
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