No se qué tiene Cádiz que me fascina tanto. Será su luz, su color, su olor a mar. Serán sus plazas, sus parques, su Alameda, sus callejuelas de La Viña, su interminable avenida. Sus fastuosos edificios, vestigios de un imperio colonial.
Su catedral, tan blanca, sobre todo cuando la luz del estrecho baña sus adentros y su majestuosa cúpula dorada. Su mercado de abastos junto al suntuoso edificio de Correos, que no será mejor o peor que otros pero impresiona con su enorme mole frente a un kiosco del que cuelga un rótulo de «Estanco» y se hace difícil a simple vista encontrar un paquete de tabaco.
Cuánto me sorprenden y alegran sus tiendas del casco viejo. Las de toda la vida. Con su decoración sobria en la que no parecen haber pasado los años y guardan el glamour que les da ese toque de inmortalidad. O que, reacias a alumbrar la modernidad, mantienen el encanto de otras épocas entre las fachadas de barro de sus interminables hileras de casas.
Su cocina con sabor a marina, El Balandro, el Ventorrillo, El tío de la tiza. El atún de almadraba. Las tortillas de camarones. Las tapas elaboradas o el mestizaje con el papel de estraza del «manteca».
La Caleta, su balneario a pie del mar preso de otra época. Las playas de Santa María, la Victoria, Cortadura y el Chato que llevan una tras otra hasta la vecina San Fernando.
Me gusta Cádiz. Algo debe tener ésta ciudad que a pesar del bullicio de sus gentes siempre me da paz y tranquilidad.