Cuando en casa te regañaban, tú corrías a esconderte bajo las sábanas y al instante encontrabas la paz. Nadie podía traspasar tu territorio de oscuridad y silencio. Oculto en tu cueva, te recreabas anticipando una feliz amnesia.
Con la práctica, aprendiste a resguardarte de los chaparrones —un despido laboral, una ruptura, una multa— bajo un paraguas de indiferencia y al escampar comprobabas, triunfante, que ni una sola gota te había salpicado. Nunca sentiste malestar, ese era el objetivo.
«No pasa nada», solías decir.
Para mantenerte a salvo, frecuentaste a otros merodeadores de las brumas y pronto te acostumbraste a la protección de unas tinieblas que te alejarían de la realidad, para siempre.
Inmune al dolor y la culpa, ajeno también a las pasiones, te convertiste en una de esas nubes solitarias que adoptan imágenes infantiles para luego esfumarse en un segundo.