Hoy tenemos el placer de recibir en nuestra metrópolis a Elisa de Armas. Nació en Sevilla, donde se licenció en Geografía e Historia y cursó posteriormente estudios de Filología Hispánica. Se ha ganado la vida como profesora de Lengua y Literatura en la enseñanza secundaria. Buscando claves para enseñar a redactar a sus alumnos, se inscribió en un taller de narrativa y allí se inició su pasión por la literatura brevísima.
Ha resultado ganadora y finalista en diversos concursos de microrrelatos, relato breve y cuentos infantiles.
Participa en varios portales de difusión de la ficción breve, entre los que destacan Esta noche te cuento y La Marina, taller de minificciones de la editorial mexicana Ficticia, del que ha sido coordinadora y en el que actualmente ejerce como tallerista. Desde 2010 mantiene el blog Pativanesca.
Sus textos han aparecido en diversas antologías colectivas en España, México y Perú. En solitario ha publicado la antología personal No olvides la serpiente (Quarks ediciones digitales, Lima, 2020) y los libros de microrrelatos Yo no soy bonita ni lo quiero ser (Editora BGR, Alicante, 2022) y Yo tampoco me llamo Ulises (Editorial Nazarí, Granada, 2023), que hoy nos presenta. Los cien microrrelatos incluidos en Yo tampoco me llamo Ulises parten de obras canónicas de la literatura como la Biblia o el Quijote, o bien se inspiran en episodios de la mitología clásica, la historia, la pintura y el cine. Con la atención al ritmo y a la palabra precisa que estas pequeñas piezas exigen, los clásicos son así reinterpretados para acercarlos a la época actual a través de una mirada a veces cruel, a veces tierna, a veces irónica, pero siempre compasiva con la naturaleza humana.
Elisa ha elegido los siguientes textos de su último libro para compartirlos con los lectores de Amanece Metrópolis:
Fieramente humano
Desde que los creó los había visitado a diario, había disfrutado de su
compañía, de sus ojos abiertos a la sorpresa y al goce del mundo que había
hecho para ellos, de la hermosura de sus cuerpos y de su alegría. Pero poco a
poco se había ido dando cuenta de que a veces no era bien recibido, de que
interrumpía su intimidad, de que ya no corrían a su encuentro con la
impaciencia de las primeras veces. Empezó a pensar que había cometido un
error dándole a Adán una compañera. ¿Por qué él, que había tenido el poder
de crear el amor, no lo tenía para dotarse a sí mismo de un ser que lo mirase
de igual a igual, que lo retara como Eva retaba a Adán y que se le enfrentara
como Adán se enfrentaba a Eva? Inútilmente buscaba una costilla en su no-
cuerpo. Entonces inventó la historia del árbol y del fruto prohibido: una forma
de despertar su interés, de volver a ser el centro de sus preocupaciones.
Nunca imaginó que aquellas frágiles criaturas, salidas de sus manos, fuesen
capaces de desafiarlo. Ya no hay vuelta atrás. Los ve marchar, cogidos de la
mano, desheredados pero juntos, y llora su soledad escondiendo, ahora sí, la
cabeza entre los brazos.
La amante del pastor
Sus dedos recorren despacio la piel fresca del muchacho y se detienen en
cada marca. Le gusta escucharlo mientras él desgrana sus historias. La disputa
con la hermana chica que le dejó el cerco borroso de unos dientes de leche.
Las pedreas contra los chiquillos de la aldea vecina y el canto afilado
hincándose en la ceja. Los varazos del maestro. El brazo que se quebró
luchando en la palestra y tuvo que entablillarle una curandera.
Ella no habla de sus cosas. Cuando él pregunta, lo besa, lo acaricia con
dedos ardientes y lo obliga otra vez a entregarse al amor. Y aunque goza del
juego apasionado, Venus, la nacida ya adulta de la espuma del mar, cambiaría
su piel impoluta y su belleza por haber sido niña y tener una infancia que
contarle.
Mil dos
Rebuscaba en su memoria y en su imaginación, mas, perdido el acicate de
salvar la vida, la fuente de las historias se había secado. Shahriar limpió con
ternura las lágrimas de la reina. Es mi turno, dijo, y acercándole los labios al
oído comenzó a susurrar: «Érase una vez…»
Días de lluvia
Descargaba el cielo gotas como garbanzos cuando el comisario de abastos
buscó refugio en una venta que distaba tres leguas de Almuradiel. Y
acercándose, comenzó a oír un gran revuelo en el patio, donde la ventera
sujetaba a una moza que, desnuda como su madre la parió, porfiaba por
liberarse entre las risotadas de los huéspedes. Gritaba la muchacha entre
sollozos que la lluvia le volvería el oro que había tenido su pelo cuando niña, y
la blancura de la piel que le robaba el sol durante las siegas de agosto, y la
color de las mejillas, y la doncellez que le arrebatara, dos semanas atrás, un
arriero que la había forzado en el establo.
Llegose el viajero hasta la moza, se inclinó en una reverencia, la cubrió
con su capa y la entró en la venta. Después, sentándose con ella junto al
fuego, la secó y la peinó con dificultad, porque era manco de la izquierda, y
entre dulces coloquios pasaron la noche. Al rayar el alba se despidió besando
su mano como si de una princesa se tratase.
Dicen que el comisario luego la sacó en unos papeles. En la venta nunca
se enteraron, porque él le puso por nombre Dulcinea y allí solo la conocían
como la Remojada.
Otelo en el museo
Nunca debimos llevarla a sala XIX. No correspondía a la misma época que el
resto de los cuadros y su figura casi infantil, envuelta en los delicados tonos de
la seda, desentonaba entre aquellos militares de casacas chillonas y sables al
cinto. Sin embargo, el director fue inflexible: había que liberar espacio para la
exposición temporal y Una muchacha con mantón era un reclamo demasiado
atractivo para relegarla a los almacenes. Procuré tranquilizarla con palabras y
caricias furtivas, pero cuando a las ocho terminó mi turno su carita pálida
seguía deformada por el miedo.
El estruendo tuvo que ser horrible, solo la maldita costumbre de llevar
los auriculares tapando los oídos explica que el vigilante de noche no lo oyera.
Lucharon por ella como lobos en celo. Cuando llegué, el rojo de la sangre
dejaba regueros en los lienzos de los vencidos y el triunfador se erguía en el
suyo con el aire arrogante de quien conquista un territorio. La prisa por
recuperar su lugar le había hecho olvidar el arma sobre un banco y llevaba
desabrochada la bragueta. Entonces la vi a ella. Aún no se había puesto la
camisa, pero se recolocaba, coqueta, la flor del pelo. Las mejillas se le habían
coloreado y una sonrisa satisfecha borraba de su cara la ingenuidad antigua.
De los demás juro que soy inocente, pero los dos últimos sablazos, esos sí
fueron míos.