En esta ocasión, nuestro invitado a los viernes microrrelatistas de Amanece Metrópolis es Alberto Jesús Vargas (Málaga, 1958), que reside en Madrid en la actualidad. Es licenciado en Psicología por la Universidad de Granada y la mayor parte de su vida laboral ha transcurrido en la Administración de Justicia. Aunque la afición por la escritura surgió en él siendo muy joven, llegando a publicar su poesía y algunos cuentos en revistas universitarias, el descubrimiento tardío del microrrelato lo ha convertido en un autor prolífico dentro de este género. En los últimos años ha obtenido reconocimientos en diversos certámenes de narrativa breve, como por ejemplo la XIII edición de Relatos en Cadena de la SER, de la que fue ganador. Sus textos también han aparecido en numerosas revistas y obras colectivas, y acaba de publicar con la editorial Platero Coolbooks Microlatientes, un libro que recoge una colección variada de sus micros.
El autor ha tenido la amabilidad de compartir con todos nosotros tres textos de su obra:
Vidas paralelas
Él le dijo, despechado, que no quería volver a verla nunca más y ella, por seguir a su lado, quiso hacerse invisible. Desde aquel día vive escondida en la casa, ocupando sigilosa los espacios que él no ocupa y evitando siempre cruzarse con él para no ser descubierta. Y en este convivir en vidas paralelas se han ido haciendo viejos sin encontrarse nunca y sin que ninguna de las tardes de todos estos años él haya dejado de sentarse en la puerta con la mirada fija en el final de la calle, ni ella de aprovechar ese tiempo para, triste y desapercibida, contemplarle desde la ventana ignorando que el hombre al que ama y que tanto la extraña lo único que espera es verla regresar.
Otro ramito de violetas
Almudena no podía precisar cuando dejó de celebrar su santo, pero desde hacía ya algunos años ese día, cada nueve de noviembre, como en la canción que tantas veces escuchó de su viejo vinilo, venía recibiendo un ramito de violetas sin señas del remitente. Su marido, la originalidad nunca fue lo suyo, se lo enviaba intentando sustituir con un toque de misterio la pasión apagada. Ella, fingiendo ignorar lo obvio, se hacía cómplice del pretendido engaño y actuaba a ojos de él con el sigilo propio de la que algo calla.
Este año él ya no está y Almudena se sabe con toda certeza sola en el mundo. No le queda ni el apoyo de aquellos vecinos cuyos nombres conocía y que antaño formaban casi una familia distribuida a lo largo de toda su escalera. Todos, poco a poco, fueron desapareciendo y sus pisos lo ocuparon jóvenes que viven puertas adentro en espacios lujosamente reformados. Ya no existe para nadie en su nueve de noviembre y ni siquiera un ramito de violetas traerá a su otoño un brotecillo de primavera. Nada que esperar y sin embargo, a la hora acostumbrada, vuelve a sonar el timbre de la puerta.
Pelusa
Cuando nuestro padrastro murió al caer a la piscina una madrugada que, como de costumbre, regresaba borracho, mamá se sintió hundida. De nada sirvió que intentáramos convencerla de que tal y como nos trataba, que él desapareciera de nuestras vidas era lo mejor que podía pasarnos. Ella no lo entendió así. Se replegó en sí misma y no quiso saber nada del mundo, ni de nosotras.
Buscando la manera de hacerla salir de su abatimiento, a mi hermana la mayor se le ocurrió regalarle a Pelusa, una perrita pequinesa que, en cuanto se la presentamos, consiguió, para nuestro asombro, arrancarle una primera sonrisa después de mucho tiempo.
Gracias a Pelusa nuestra madre empezó a remontar. Se ocupaba de su bienestar, de sus paseos diarios, de tricotarle chalequitos y hasta de mullirle amorosa el cojín donde se echaba.
La perrita estaba feliz entre nosotras y era tan cariñosa y vivaracha que nos ganó a todas. A todas menos a mi hermana la pequeña, que la culpaba de robarle esa atención materna que por su edad seguía necesitando. Por eso fue la única que no pareció apenarse cuando Pelusa, que dormía siempre dentro de casa y era buena nadadora, amaneció inexplicablemente ahogada. Como nuestro padrastro. En la piscina también.