No quiero que se acabe el verano. No quiero que acabe este periodo de tránsito, holgazán, intervalo entre periodos hacendosos. No quiero que terminen los días en los que todo se para, en los que está permitido no hacer y el tiempo se dilata, se expande y ensancha. Que se queden las noches olor a jazmín, el canto de las chicharras, el aroma de la higuera que me conduce hasta perderme en los estíos de la infancia. Aquellos de las siestas en el sofá de escay y el ventilador mirando de un lado a otro, que no evita despertar pegada al asiento y empapada en sudor. Aquellos en lo que nos comemos la sandía a tajadas y el líquido nos chorrea por las mejillas hasta llegar a mi incipiente pecho desnudo y a la enorme panza de mi padre. Aquellos en los que el flotador me hace raspón en el sobaco el único día que vamos a la piscina en toda la temporada y en el que invariablemente, año tras año, me quemo por el sol. Y entonces mi madre me pone paños con yogur o con vinagre para aliviarme. Y pasados unos días, la piel muda.
“Los días largos del verano contienen la promesa de algo”, me dice él. Y yo me aferro a esa promesa, tan presente en la infancia, en la que el verano parece un periodo vasto e insondable, pero que sigue latiendo (menos presente, más bajito) cuando somos adultas. Quiero ir ligera de ropa, dormir en bragas, zambullirme en el mar o en la piscina alguna vez más, y que mi cuerpo se seque con la caricia cálida del viento y el sol. Quiero echar largas siestas sin culpa y salir a pasear en la ciudad desierta, escuchar el silencio de la noche y quedarme charlando o leyendo hasta la madrugada. Quiero permanecer en esa ligereza, esa despreocupación, ese eterno presente.
No quiero que llegue septiembre con sus rutinas rígidas, que se imponen como la sirena del colegio después del recreo. Con la vuelta al ajetreo como abejas en colmena, al bullicio frenético de la ciudad, al calendario marcado, a la agenda llena. Con su olor a forro de libro, a tierra mojada y a melancolía, a nostalgia porque las promesas del verano se fueron con las primeras lluvias del otoño, deshaciéndose como nubes de algodón de azúcar en la boca. Y nos imprime un agrio regusto a añoranza hasta que queda tan lejos que se nos olvida que, hace no tanto, éramos verano.