El 28 de Diciembre de 2019, en la Tate Modern de Londres, un joven estudiante español de arquitectura decidía liarse a hostias con la obra de Pablo Picasso Busto de Mujer (1944) al grito de «¡Viva Murcia!», para lo cual se sirvió de un improvisado puño americano a base de candados que, envueltos en una bufanda, le permitieron romper el cristal de seguridad y posteriormente alcanzar al lienzo, valorado en unos 26 millones de dólares, que terminó en el suelo. Más tarde explicó a quienes lo detuvieron que se trataba de una performance.
El suceso despertó en seguida la indignación y la sorpresa en el mundo del arte, pero también la sonrisa sardónica de unos cuantos, entre los que me incluyo, agradecidos ante cualquier cosa que anime un poco el panorama. Entre los que menos se rieron estaba, claro, el anónimo propietario de la obra, cedida en la Tate desde 2011, a cuyo lamento se suma ahora el protagonista de la historia, Shakeel Massey, condenado a 18 meses de prisión por lo que tanto el juez como su abogado defensor han llamado «sus cinco minutos de gloria». La noticia de su condena saltaba a los medios el Jueves 27 de Agosto de 2020, y, aunque predecible, no deja de resultar lamentable en muchos aspectos.
No hace falta decir que el juicio no giraba en torno a cuestiones estéticas ni artísticas, sino que se le acusaba de un delito de daño criminal contra la propiedad privada (en concreto, haberle destrozado a alguien un mueble absurdamente caro), lo gracioso del asunto es que, en la práctica, sí parece haberse querido llevar la argumentación hacia el terreno de lo artístico, al menos en cuanto a discurso, de cara al graderío, hasta el punto de que el diario ABC recoge en boca del abogado defensor perlas como la siguiente: «Era un artista inmaduro, es realmente injustificable». Que no se equivoquen, resulta más que justificable…
Sin poner en tela de juicio la madurez artística de nuestro amigo Massey o el hecho de que quisiera llamar la atención, lo cierto es que su actuación tiene más chicha de la que parece. De entrada, ¿por qué atacar un Picasso y exponerse a cuantiosas multas o hasta la cárcel? Muy sencillo, porque Picasso es un símbolo, de hecho, que jóvenes artistas experimenten sentimientos tan fuertes, incluso de hostilidad, hacia él o hacia cualquier otro artista del pasado le da a su obra una dosis extra de actualidad y frescura, la saca de la vitrina y la expone de nuevo al mundo real, ese donde los puños son también una forma de diálogo.
No ha sido el único, en la misma galería decidió Vladimir Umanets, en 2012, escribir con rotulador sobre la obra Black on Maroon (1958), de Mark Rothko, con la intención de ganarla así para el movimiento Yellowism, cuyas premisas son de vaga inspiración dadaísta,[1]Manifiesto online del Yellowism o Amarillismo: https://www.thisisyellowism.com/ esos mismos dadaístas que apuñalaban diccionarios, se emborrachaban con Lenin o daban hachas a la entrada de sus exposiciones para que la gente rompiese lo que considerase oportuno; hoy meteríamos en la cárcel a cualquiera que intentase devolverle a La Fuente de Elsa von Freytagde (1917), obra dadaísta por excelencia, su legítimo uso… No es casual pues que Massey llevase consigo, en el momento del «ataque», un pedazo de papel manuscrito donde equiparaba su acto al de Umanets: ambos consideran estar realizando una «declaración artística», y no un acto de vandalismo gratuito.
Mientras el mercado del arte rabia por la pérdida de un valioso activo, cuya reparación se calcula en unos 450.000 dólares y que verá desplomarse su valor especulativo, investigación y crítica deberían sobreponerse al mero mercantilismo para analizar y entender el suceso dentro de un proceso natural en la Historia del Arte; incluso si estimamos la posibilidad de que Shakeel Massey fuese un absoluto idiota en busca de fama, sin ningún entramado teórico en su cabeza antes de partirle los dientes a Picasso, tendremos que considerarlo un ejemplo atemporal de iconoclastia, y es que el mundo necesita arte y artistas, no viejos ídolos sagrados. A veces el arte se defiende a puñetazos.
No se espera que los millonarios propietarios de las piezas comprendan o aprueben actitudes como esta, el halo romántico que otorga el arte a todo lo que entra en contacto con él no debe despistarnos respecto a la verdadera naturaleza de esta clase de coleccionistas: son especuladores, como los hay a montones, los mismos responsables de que paguemos un piso al triple de su valor real. Lo triste es que los intelectuales reproduzcan la reacción indignada y acusadora de éstos en lugar de hacer un esfuerzo por abstraerse y ponerlo en contexto. Para mí, con mayor o menor acierto, estamos ante un coletazo de las posturas más radicales del NeoDadaísmo y el Accionismo de finales del siglo XX, que han dejado tras de sí un goteo irregular de actos similares cada cierto tiempo. Dicho de otro modo, se trata simplemente de la Historia del Arte sucediendo.
Justificada o, al menos, explicada la dimensión artística del suceso, queda pendiente analizar si la sentencia es justa. Huelga decir que, aunque acabemos de argumentarla en el plano teórico, la destrucción de una obra de arte no puede contemplarse como un episodio feliz y positivo, es más, lo simbólico de una performance como la de Massey o Umanets requiere implícitamente de serias consecuencias, de lo contrario, faltaría todo componente de riesgo y provocación. El problema reside en el hecho de que también la justicia se haya dejado confundir por la lectura que de esta agresión han hecho los agentes del mercado artístico y no, como debiera ser el caso, mostrado neutra hasta lo prosaico.
Massey no ha dañado un cuadro de 26 millones, ya que ese precio lo impone una especulación fortísima e irreal. Massey, en todo caso, es responsable de damnificar un bien cultural, uno, además, ni excesivamente relevante para la Humanidad ni excesivamente costoso (seamos honestos, no es el Guernica ni Las Señoritas de Avignon, sino una obra menor y no muy ambiciosa, de 810 × 650 mm). Más allá de los aspavientos de la Tate Gallery y de los fans de Picasso más recalcitrantes, el resto del mundo ha seguido girando sin mayor problema, manifestándose así la brecha cada vez mayor que existe entre la élite de las instituciones artísticas y la ciudadanía, que debería ser la verdadera usufructuaria del arte.
En cualquier caso, resulta lamentable que, mientras se ha perdido y se pierde descaradamente patrimonio mucho más valioso en todo el mundo de manera legal o alegal por la acción de empresas, particulares y poderes públicos incompetentes, se decida meter 18 meses en prisión a un chaval por golpear un Picasso, permitiéndose además el lujo juez y abogado defensor (que ya tiene guasa) de menospreciar las motivaciones del autor: «Hizo lo que hizo tontamente durante sus cinco minutos de fama», afirma el abogado, «no hay nada que sugiera otra cosa que un joven de veinte años que buscaba la fama», remata el juez.
A la espera de que los responsables de la condena acrediten sus respectivos títulos y conocimientos sobre arte contemporáneo, habría que cuidarse muy mucho de alinearse con sus razonamientos, más bien reaccionarios, si no directamente estúpidos; la verdad es que a mí me pareció una acción muy fresca, y como tal quería reivindicarla en este artículo, pues es necesario, como escribía Tristán Tzara, «dar al arte el impulso de la suprema simplicidad: la novedad» (Manifiesto Dadá, 1918).
Al César lo que es del César, y al Arte lo que es del Arte…
Referencias
↑1 | Manifiesto online del Yellowism o Amarillismo: https://www.thisisyellowism.com/ |
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