—A la una, a las dos… —Tasio acariciaba nervioso la tecla de inicio—. ¡A las tres! —gritó pulsándola con decisión.
Sentado a la mesa, Luciano, su padre, removía con una cucharita el café y miraba desconcertado la cocina del apartamento del joven aspirante a chef: una impresora, cubetas, montones de tarros etiquetados con nombres irreconocibles…
—Esto parece un laboratorio —murmuró asustado, mirando un bol que burbujeaba nitrógeno—. ¿Tú no estabas estudiando Cocina, hijo?
Mientras la máquina se calentaba y empezaba a hacer ruiditos, Tasio repasó mentalmente los ingredientes de su receta, por si hubiera olvidado algo: gelatina de mantequilla, huevos deconstruidos, espuma de azúcar y crujiente de harina con reducción de anís, todo ello cocido al vapor de levadura. No, no faltaba nada. Con un embudo había volcado la mezcla en el cartucho de tinta y había introducido en la bandeja de papel un folio encerado.
—Padre, antes de volverse al pueblo quiero que pruebe mi última creación —dijo mientras la máquina expulsaba rítmicamente la copia en 3D—. El sobao Chez Lucien; lo he llamado así por usted. Es para la asignatura de Brunch.
—Anda que… —repuso el hombre, dando unas palmaditas a la banqueta vacía que tenía al lado—.Siéntate aquí conmigo a desayunar, que he traído de casa sobaos de los de verdad.