A Carlos Fuentes, por prestarme esta historia real
El joven que acababa de presentarse en Navales en busca de respuestas se quitó la chaqueta de pana negra y empezó a desabotonarse, con parsimonia, la camisa. Daba igual la época del año en la que se encontraran, él siempre vestía igual en el campo. Lo que quita el frío, quita el calor, se limitaba a contestar cuando alguien le preguntaba. Al descubrirse el costado derecho, la mujer que observaba sus lentas evoluciones desde el umbral del caserón rompió a llorar. Su marido la estrechó contra sí. Habían reconocido ambos la marca que el dedal al rojo había dejado en la piel del bebé veintidós años atrás. Habían reconocido en aquel fornido muchacho, que volvía a vestirse con la misma calma, a la criatura abandonada en la inclusa al poco de nacer. A su hijo Domiciano.
Lo colmaron de explicaciones apresuradas, se deshicieron en disculpas atropelladas. Éramos tan jóvenes que. Nuestros padres decidieron que. Ahora todo es tan diferente a, ¿sabes? Tenemos más de doscientas cincuenta cabezas de ganado, ¿sabes? La madre lo abrazó. Luego dio un paso atrás. Le ofrecieron un techo, un trabajo. Allí mismo, de pie, a la puerta de la casa de piedra, tratando de recuperar veintidós años en un minuto bajo la solana. A los oídos de él llegaba todo ese caudal de información desordenada de forma confusa. Su pensamiento ya estaba lejos de allí. En su pueblo. En el dedal, a fuego, en la piel. Marcado igual que esas doscientas cincuenta reses. Se puso la chaqueta de pana negra y, sin mediar palabra, dio media vuelta.
–¡Domiciano! –gritó la mujer.
–Me llamo Ansiano –respondió para sí y sin volver la vista atrás.