Durante el aperitivo que he organizado con motivo de mi jubilación, los compañeros y compañeras del claustro me abrazan, me besan, me dedican sonrisas cómplices y me trasmiten deseos de felicidad. Todos excepto A. Ella se ha mantenido en un discreto segundo plano, y tan solo hemos cruzado un par de miradas efímeras. A es de las profesoras más jóvenes, quizá no alcance la treintena. También es de las más hermosas. Cuántas veces, en reuniones o en la sala de profesores, he recorrido con la vista la sugerente línea de su cuello esbelto; me he perdido en el contorno de sus labios entreabiertos; me he quedado prendido de sus largas y curvas pestañas intentando sumergirme en la profundidad de sus ojos. Y el tiempo y el espacio lo ha ocupado solo ella. Aunque mi actitud furtiva, en más de una ocasión no le ha pasado desapercibida.
Con los últimos vítores y aplausos salgo de la sala de profesores y subo al departamento a recoger mis últimas pertenencias. Casi he acabado cuando se abre la puerta y A entra, cerrándola tras de sí. Voy a decir algo, pero la sorpresa me ha dejado mudo. Durante unos segundos contemplo embelesado a la mujer más bella que he conocido. A me dedica una sonrisa tan dulce que me deja sin aliento. Tampoco ella dice nada, solo camina hasta mí, toma mi cabeza entre sus manos y une sus labios con los míos en un beso cálido y profundo. Cierro los ojos y me siento flotar en un universo de felicidad, solos A y yo.
Cuando abro los ojos es noche cerrada. Estoy solo y el silencio reina en el instituto. Emprendo el camino a casa con la sensación de que ya nunca amanecerá.